Por estas fechas, comienzos de año, pero hace cien años, paseaba por las calles de Berlín un veinteañero español, de origen gallego para ser más precisos, que con sus credenciales como corresponsal del periódico ABC, se presentaba en recepciones, ruedas de prensa y salones de sociedad bajo el nombre de Julio Camba.
1914 fue un año cargado de acontecimientos singulares, y muchos de ellos tuvieron a Alemania y a Berlín como protagonistas. Hasta que lo expulsaron a Suiza, con motivo del comienzo de la Primera Guerra Mundial, allá por agosto, Julio Camba tuvo oportunidad de conocer bien el carácter de los alemanes, sus costumbres, sus ideas, su afición a la cerveza y a la música, sus cabarets, su gusto por el tango y hasta el olor de sus ciudades.
Francisco Fuster ha reunido las mejores ciento cincuenta crónicas de viaje de Julio Camba en el recientemente volumen que bajo el título Crónicas de viaje. Impresiones de un corresponsal español acabamos de publicar en Fórcola. Algunas de las más jugosas de esas crónicas corresponden precisamente a la estancia de Julio Camba en Berlín.
Mucho antes de los acontecimientos de agosto, que revolucionaron todo el mundo, allá por la primavera, visitó la ciudad el explorador antártico de origen irlandés Ernest Shackleton. Como Javier Cacho nos cuenta en su más que ameno libro Shackleton, el indomable, la fama de este singular marino provenía de sus dos intentos por conquistar hasta la fecha el Polo Sur. Primero junto a Scott, como su tercer oficial en la «Expedición Discovery», a principios de siglo; más tarde, de 1907 a 1909, lideró la «Expedición Nimrod», entre cuyos logros estuvo llegar al punto más meridional jamás pisado por el hombre, quedando a tan sólo 180 km del Polo Sur.
Desde su vuelta de la Antártida, Shackleton se había dedicado, entre otras cosas, a realizar giras por distintos países para impartir conferencias y charlas sobre la aventura polar y sus expediciones al Polo Sur. En aquél marzo de 1914, Shackleton recaló en Berlín, de lo que da cuenta la puntual crónica de Julio Camba, fechada el 12 de marzo.
La expectación que debió despertar Shackleton entre el público asistente a sus conferencias berlinesas, así como el eco que de su visita quedó reflejado en los diarios y semanarios alemanes de la época, no debió de ser menor del que ya había suscitado en otros países y ciudades visitadas.
Estar ante uno de los pocos privilegiados héroes que habían pisado la Antártida, el Continente helado, debía alentar la imaginación de los lectores, a los que las palabras del marino y explorador transportarían a un mundo lleno de imágenes fantásticas y paisajes nunca vistos.
Julio Camba, con el humor que le caracteriza, se enfrenta a la leyenda viva del personaje de forma indirecta. Y para ello recurre a un sosias de sí mismo, otro periodista, pero de nacionalidad inglesa.
Todos sabemos de la flema inglesa, y de cómo es un pueblo difícilmente impresionable. ¿Qué preguntar a un explorador de la fama de Sir Ernest Shackleton? Pues a aquel singular periodista británico no se le ocurre otra simpleza que preguntar a éste por el olor de las ciudades que a lo largo de todo el mundo ha visitado. Gracias a la perspicacia del periodista británico llegamos pues a saber, de boca de Shackleton, que Japón huele a especias, y París a «despreocupación». ¿Y Berlín? «En Berlín – dice Shackleton – uno tiene la impresión de que, si hubiera olores, estos olores estarían separados, clasificados y sometidos a la alta dirección de la Policía», nos cuenta Julio Camba.
1914 se tizna, en este centenario de la Primera Guerra Mundial, de colores grises, pardos y cobrizos, los de los uniformes de ambos bandos, los de las trincheras empantanadas de barro, sangre y muertos; 1914, cien años después, se nos presenta en la memoria como un escenario de tragedia y desesperación, de absurdo y pérdida de sentido.
Gracias a Julio Camba, recuperamos un retazo de ese año, donde había lugar aún para el humor inteligente; y también, un recuerdo de Shackleton, el gran e indomable explorador antártico, al que Julio Camba no dudamos que, si hubiese tenido oportunidad, le hubiese arrojado esta singular e impertinente pregunta:
«¿A qué huele la Antártida?».