Chopin no es cursi

Andrés Amorós/ El debate, 9 de enero de 2024

Hace años, perjudicó a su imagen la novelería biográfica, que solía centrarse en la tormentosa relación de un tísico con George Sand. También le perjudicó el efectismo de algunos pianistas, que tocaban sus obras con gestos teatrales

La reciente traducción española de una completa biografía de Chopin trae a la actualidad al gran músico. Aunque algunos snobs lo hayan pretendido, Chopin no es cursi, en absoluto. Identificar la hondura sentimental del romanticismo con la cursilería es una miopía muy grave.

También algunos progres intentaron rebajar a PucciniMurillo Bécquer, por ejemplo. Felizmente, el gran público, juez implacable, siguió fiel a la belleza indiscutible de sus obras.

Hace años, perjudicó a Chopin la novelería biográfica, que solía centrarse en la tormentosa relación de un tísico con George Sand: en la película Canción inolvidable, mientras él tocaba el piano, caía una gota de sangre sobre el blanco marfil de las teclas.

También dañó su imagen el efectismo de algunos pianistas, que tocaban sus obras con gestos teatrales, como si les arrastrara un vendaval de pasión. (Hoy mismo, Lang Lang suele recurrir a estas exageraciones histriónicas).

Felizmente, todo esto parece ser ya historia. Con permiso de César Wonenburger, el gran crítico de El Debate, creo yo, como simple aficionado, que Bach supone la cumbre absoluta, en toda la música; Chopin, la referencia básica, en el piano (baja bastante, me parece, en la orquesta).

La completa biografía que se acaba de traducir, Vida de Chopin, no la escribió un músico sino un poeta polaco, Kazimierz Wierzynski, exiliado, igual que el compositor. La ha publicado Fórcola, con un útil epílogo de Rafael Ortega Basagoiti y un extraordinario trabajo de Javier Jiménez: 810 notas, que nos informan de quiénes eran los personajes con los que Chopin tuvo relación. No es un estudio musicológico sino una biografía literaria, para lectores no especializados.

En el prólogo a la primera edición, Arturo Rubinstein, el intérprete canónico, aplaude que esta biografía deshaga el tópico de un Chopin débil, afeminado. Nos presenta su compatriota a un compositor plenamente europeo, reverenciado en los salones de varios países. Y aporta muchísimos testimonios de su época: cartas, críticas…

Sabía perfectamente Chopin que lo suyo era el piano: «Entiendo mejor el piano. Éste es mi terreno, sobre el cual me siento firme… Mozart abarcó el dominio entero de la creación musical pero yo, en mi cabeza, solamente tengo el teclado».

Fascinaba por su facilidad para improvisar pero trabajaba como un asceta, reescribía una y otra vez: «Dejaba el manuscrito guardado en el cajón durante meses o años y volvía a él un sinfín de veces».

Sus amigos nos cuentan su indiferencia ante todo lo que no era su arte. Lo definió George Sand, su amante: «Es un pobre ángel melancólico, hasta que se pone a tocar el piano». Entonces, se transfiguraba: «Jamás habíamos oído nada semejante», resume Mendelssohn.

No buscaba la grandiosidad sino la hondura, la seriedad, la perfección. Por eso, seguía a Bach y a Mozart más que al propio Beethoven.

En la revalorización de Chopin, fue importante la grabación (1972) de los Estudios por Maurizio Pollini, de deslumbrante precisión y claridad. Se la hice escuchar, una vez, a Federico Mompou, en el coche, cuando lo llevaba a su Hotel. Cuando llegamos, no quiso entrar: «Quedémonos aquí, hasta que acabe», me dijo.

Esa música inspiró a Oscar Wilde una de sus brillantes paradojas: «Oyendo a Chopin, lloro por los pecados que nunca cometí». De cursi, ni una pizca.

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