La mesa de la cocina. Gonzalo Altozano
La primera vez que leí algo de Ignacio Peyró lo leí con pasmo, dudando durante días si lo leí o lo soñé. Solo me había pasado antes con José Luis Alvite y solo me pasaría después con Javier Aznar.
Mi interés por conocer a Peyró se salió con la suya. A ese primer encuentro -paseo de Recoletos, primavera de 2006- siguieron muchos otros a lo largo de los años. Nunca hablamos de alta cultura, por no ser yo el conversador adecuado. Sí, y mucho y mal, de la realidad y el murmullo circundantes. Siempre hemos sido dos cotillas.
Aunque pasemos años sin vernos -y pasamos años sin vernos ni preguntarnos qué tal- rara es la semana que no nos intercambiemos dos y tres wasaps versionando estribillos populares con nombres propios de conocidos o imaginando biografías urgentes de Twitter de gente que nos cae mal, que es un montón. El aglutinante de nuestra amistad, además del cotilleo, es ser un poco mongos.