David Ferrer/ Arboladura, 11 de julio de 2023
Quizá de manera casual, quizá de forma intencionada, existen muchos lectores que le dedican un pequeño estante de su nutrida o correcta biblioteca a ciudades como Londres, Nueva York, París o Venecia. Ciudades literarias, ciudades escritas y descritas o espacios en donde el tiempo se ha detenido con aroma de papel y sufrimiento de escritura. Es esto lógico cuando nos referimos a urbes de tamaña importancia cultural e histórica. Pero hay otro pequeño reducto de lectores que dedican otro espacio de su biblioteca a una ciudad extraña no solo en lo geográfico sino también en lo histórico: Trieste, que ahora es de Italia, aunque sea la menos italiana de sus poblaciones. Podemos empezar con las consabidas alusiones a grandes maestros de las letras como Joyce, Svevo, Zweig o Umberto Saba.
Pero para algunos lectores españoles Trieste será también la editorial de Trapiello, de la que ocasionalmente encontramos joyas en mercadillos y librerías de segunda mano. Y si profundizamos, cómo no, será la ciudad vital y libresca de Claudio Magris, la de Marisa Madieri, o la de Giani Stuparich. Todos estos son pequeños regocijos que nos han ido acompañando en la última década gracias a la editorial Minúscula. Pero existe otra editorial independiente, de esas que hay que buscar con cuidado y de manera selecta en los anaqueles. Hablamos de Fórcola, quien ya nos presentó otros libros triestinos en sus colecciones: como, por ejemplo, el Alfabeto Triestino de Brussell aparecido en mayo de 2022. Si usted posee alguno de esos autores o títulos, ya tiene un motivo para construirse una isla en su biblioteca como particular homenaje a una ciudad portuaria al borde y al margen de todo. En realidad, con el libro de Javier Jiménez que ahora reseñamos, llega la quintaesencia del amor por esta localidad costera, tan italiana, tan europea, tan austriaca y tan adriática, tan mediterránea y tan balcánica. ¿Me he pasado de gentilicios? ¿Es posible conjugar en un único lugar todo esto?
El título del libro es de lo más acertado. Para llegar a Trieste hay que desviarse, ir más allá de Venecia antes de adentrarse en Eslovenia. Hemos visitado en algunas ocasiones esta ciudad no por la fascinación turística hacia un monumento concreto sino por un espíritu libre en el que se conjuga un pasado de frontera y una excelsa memoria literaria. Y lejos de creerse uno traicionado, como aquel pobre turista que se ve inmerso en el desencanto de contemplar el Vaticano o la torre de Pisa junto a hordas de grupos y visitantes en chancletas, aquí gratifica pertenecer a una comunidad de letraheridos, de admiradores, de solitarios.
Son muchos los atractivos de este libro. Todo en él es un desvío, una suerte de laberinto estético y vital donde se mezclan lugares, momentos y personajes.
Porque cualquier admirador de Trieste sabe que es un espacio de difícil categorización y jerarquización. El autor, por ejemplo, vuelve en algún pasaje a la cercana Venecia, se recrea en las apariciones de la imaginada y añorada Brigadoon en tierras escocesas, vamos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, se nos llena de fantasmas y de desapariciones (inquietantes los capítulos dedicados a los judíos triestinos), soñamos esperanzados con Garibaldi pero no menos con la Trieste austrohúngara consumida en edificios vieneses, valses y emperatrices. Y por debajo de la letra, o envolviéndola, hay una música. La que nos ofrece Javier Jiménez al final de cada capítulo y un preciso código QR en las páginas finales del volumen para aquellos espíritus melómanos e inquietos. Confieso que hice una primera lectura sin atender a la música y que, en un segundo repaso, sí he probado la relectura de algunos pasajes al calor de los compases propuestos. De igual modo, y como complemento, las páginas centrales incorporan un precioso álbum con algunos de los cuadros a los que se alude o con retratos de los biografiados.
¿Qué catalogación se puede dar a un libro como este? Es cierto que posee una excelente documentación, una ingente bibliografía y un rigor investigador increíble. Pero más allá de eso, es el homenaje de un viajero que antes fue lector. Javier Jiménez revive sus lecturas y lee sus pasos sobre una ciudad extraña que, como dice el subtítulo, fue rompeolas de todas las Europas. Merece la pena leerlo. Y después, en soledad, llevarlo al santuario: Desvío a Trieste tiene ya su acomodo en el querido estante triestino. Y a diferencia de lo que acontece con otras grandes ciudades, sabe uno que no necesita volver cada año por allí , ni pisar las calles, ni sufrir la gélida Bora, el característico viento del lugar, porque hay un grupo de libros que son y serán su más segura embajada. Trieste es una ciudad de papel, cada lector es su guardián. Javier Jiménez es ya su actual diplomático literario.