Domus Aurea: cuando la casa es el centro de la historia

Guzmán Urrero / The Objective, 20 de mayo de 2024

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ay casas perturbadoras y misteriosas, que contaminan su interior de irrealidad. Algunas permiten conocer de primera mano a sus ocupantes, como si tuvieran escrito en sus paredes eso que Yeats llamó «el drama del hogar». Otras parecen regodearse en su propia grandeza y suspiran por un pasado de castillos y mansiones. Pero todas ellas fundan su propia mitología, que es la del cine y la literatura. Lo sabe bien Amelia Pérez de Villar, autora de este espléndido ensayo, Domus Aurea, dedicado a evocar con detenimiento las casas que se alzan en la ficción, sin olvidar aquellas que impresionan al visitante más allá de los libros y la pantalla.

Siempre quedará la duda de qué comparten estas casas singulares, tan diferentes entre sí. Creo que fue Chesterton el que mejor definió una cualidad en la que coinciden todas ellas. Cada casa, decía, «se alza justo en el centro del mundo. Cada una ha sido alguna vez el corazón de todas las cosas y el final del viaje». Con el añadido, decisivo, de que «una casa permanece quieta. Y una cosa que permanece quieta echa raíces».

Llama la atención que esa cualidad del hogar como destino y refugio no sea la primera que la autora aborda. Para felicidad de aquellos que disfrutan con el legado fantasmagórico de PoeWalpole y Bram Stoker, el libro dedica un primer tramo a los inquietantes palacios, casonas y fortalezas de la narrativa gótica. Pregunto a Pérez de Villar por esta elección, que no parece casual.

«Las casas del género gótico ‒responde‒ han sido el germen de este libro, precisamente porque encarnan la dualidad entre lo que se espera de una casa (que sea un refugio, un lugar seguro) y lo que acaba siendo en una historia de terror: un lugar amenazado, una trampa en la que muchas veces los protagonistas caen a sabiendas. Y es que el aura que proyecta una casa en una película o un libro de terror actúa como un imán poderoso que nos atrae aunque sepamos que deberíamos alejarnos».

«Esa dualidad ‒añade‒ no solo es el núcleo de la casa como concepto: es el núcleo de la vida misma, y de nuestra naturaleza como seres humanos. Por otra parte, es en la escenografía del gótico con sus interiores tétricos, sus decorados de cartón piedra, ya en el cine mudo, y la atmósfera amenazante que se percibe desde fuera —la luna, el resplandor, los torreones, los relámpagos— donde está el origen de todo. Si hay una casa protagonista, es la casa de una historia gótica. Las otras vinieron después, cuando nos hemos ido volviendo más sofisticados y hemos visto que el horror no está solo en las historias ingenuas de fantasmas o de monstruos: también en unos inquilinos indeseables o en la incapacidad para mantenerla, en la violencia de toda índole».

Domus Aurea nos habla del significado histórico, antropológico y filosófico de la casa, pero en particular aborda su alcance en las letras y el celuloide. Como elemento igualmente inspirador, el jardín es otro espacio en el que Pérez de Villar nos invita a detenernos con evocaciones muy variadas. La pregunta que surge aquí es bastante obvia: ¿en qué medida el jardín, en la narrativa, permite una ambientación emocional tan poderosa como la que brinda un edificio?

«El jardín -responde la autora- es ese territorio intermedio que separa a la casa del intruso, y por ello es el primer objetivo de ese intruso, o del simple curioso. Si el jardín invita, ya sea con la promesa de una vida fácil y relajada, una piscina, una pista de tenis, una mesa con unos aperitivos… la casa, necesariamente, tiene que ser mejor. Si el jardín contiene el imán del miedo y despierta otro tipo de curiosidad, la casa que guarda tendrá necesariamente que superarlo. Más allá siempre está lo mejor. En ese sentido, el peso emocional del jardín puede ser tan poderoso como el de un edificio o incluso más, porque dentro, más allá del alcance de nuestra mirada pero no de nuestra imaginación, tiene que haber algo aún mayor».

El itinerario que propone Amelia Pérez de Villar por las casas cinematográficas es sensacional. Resulta evidente que, en los trabajos de localización de exteriores o de diseño de producción, encontrar una arquitectura idónea puede marcar el destino de una película. En este sentido, hay un tópico que los críticos suelen repetir: «La casa es un personaje más». En las páginas de Domus Aurea, esto último queda confirmado.

«Aquí me interesa más el recorrido que el destino -comenta la autora en este punto de la entrevista-. El hecho de que la búsqueda de localizaciones dé tanto trabajo, de que se alce en la imaginación del director y del guionista de un modo tan nítido que sean capaces de recorrer el mundo entero hasta que lo encuentran y de construirlo si no dan con ello, me parece un desafío tan ambicioso y tan interesante que conocer la cara B de este casting es en sí mismo una historia completa».

«Además -continúa-, con los actores siempre será posible, al dirigirlos, sacar más de su dicción, de su expresión, del maquillaje o el vestuario con el que se recrea el personaje. La casa es, a priori, un ente inanimado, y tiene que contar con esa capacidad de transmitirlo todo casi a simple vista, tiene que bastar con un retoque de iluminación, de punto de vista… La magia del cine. Pero la materia prima, lo que nos asalta a contemplarla, tiene que estar ahí antes de entrar con la caja de herramientas».

¿Alguna casa cinematográfica será la predilecta de la autora? ¿Quizá una que exista en la realidad y haya adquirido su leyenda gracias a haber formado parte de una película?

«De estas casas que aparecen en el libro… -reflexiona-. Es complicado: o no existen, o dan miedo, o son verdaderamente inhóspitas en contra de lo que pueda parecer (como la Casa Malaparte o las mansiones inglesas de rancio abolengo); las del arquitecto John Lautner son todas impresionantes, y California tiene un clima que no está mal, pero no sé si me decantaría por ellas para vivir. También me encanta Wright y su filosofía de la construcción, pero no viviría en Ennis House…».

«Me gusta muchísimo -continúa-la Villa Överby de La chica del dragón tatuado y también la Villa Arpel de Mi tío, que aparece en la cubierta del libro, aunque tampoco creo que pudiera vivir en ella. Es difícil decidirse por una. Quizás si apelamos más al espíritu de la casa que al edificio como contenedor o como elemento artístico me quedaría con la de los Finzi-Contini o la de Jardín de Villa Valeria. Me parece fascinante que las historias que encierran recorran tiempos tan dispares, con entornos sociales e históricos tan diferentes, con habitantes tan distintos. Los años que llevan en pie son como los estratos de una excavación arqueológica o los anillos de un tronco de árbol».

Después de un recorrido arquitectónico tan sugerente, sobre todo en lo literario, uno acaba preguntándose si la relación de los escritores con las casas en las que han vivido condiciona su proceso creativo.

Amelia Pérez de Villar lo tiene claro: «No, no lo creo. Pienso que cada escritor tiene sus manías y del mismo modo que los hay que escriben a máquina o a mano o con tinta de un determinado color, los habrá que digan que sí, que la casa condiciona su proceso creativo. A mí me parece que tiene más que ver con la relación que tienen con la casa como medio y no como espíritu iluminador. Habrá quien quiera estar en un lugar aislado, en medio del campo o la montaña, con el mar al fondo, al lado de un río… Otros preferirán un piso en un edificio urbano que les permita sumergirse en el ajetreo de la ciudad cuando desconectan. Quizás el cine nos haya acostumbrado a otras cosas, pero lo que en realidad condiciona al escritor es lo que tiene más cerca de su estructura corpórea: la mesa, la silla, el material que cada uno necesite… Las respuestas serán tan variadas como los escritores, que sin duda van del ermitaño austero que se conforma con muy poco hasta el esnob cuya imaginación puede ir mucho más allá de lo que cualquiera esperamos. El cielo es el límite».

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