Mi primer Verne fue La vuelta al mundo en ochenta días.
Tras mi iniciación a la lectura con los tebeos de Mortadelo y Filemón o los comics de Astérix y Obélix, el primer libro «de mayores» que recuerdo haber leído es Ivanhoe, de Sir Walter Scott. Lo leí en un tomo compacto de color rojo vino, publicado por Orbis, nº 91 de la colección Historia Universal de la Literatura, que aún conservo en mi biblioteca personal. La traducción era de Guillem d’Efak. Quien mi incitó a leer esta deliciosa novela de Scott fue mi padre. Para él también fue su primer libro, allá en sus soledades infantiles de la Plaza del Progreso, en pleno centro del Madrid de la postguerra. Para mí significó la confirmación absoluta de que mi padre no me engañaba: ¿Qué leer? A los clásicos: nunca defraudan.
Luego llegó Verne. Había leído las versiones vernianas de la colección Auriga y de la colección Historias de la editorial Bruguera. Aquellas adaptaciones, con ilustraciones en blanco y negro, incorporaron los primeros personajes vernianos a mi imaginación: el capitán Harry Grant y sus hijos, Phileas Fogg y Picaporte, el capitán Nemo…
Pero llego el día de leer a Verne «de verdad», gracias a esas Obras publicadas por Plaza & Janés, a finales de los años sesenta. Siete volúmenes, encuadernados en piel de color rojo, cada uno con casi 2000 páginas en papel biblia, comprados a crédito por mis padres, y que una tarde de verano decidí consultar, fascinado por el tacto de los tomazos y el olor que impregnaba sus páginas al abrirlos. Mi curiosidad y la recomendación de mi padre me llevaron al volumen 2; en la página 1415 aparecía La vuelta al mundo en ochenta días. Descubrí que Verne titulaba sus capítulos. El primero comenzaba para mí de una forma sorprendente: «De cómo Phileas Fogg y Picaporte se reciben mutuamente en calidad de amo el uno y criado el otro». A partir de ahí, no pude soltarlo.
Luego vinieron, en ese mismo volumen, Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla misteriosa. Aquel verano fui feliz. Luego vinieron otros veranos, y la necesidad de saltar a otro volumen, esta vez el número 1, donde me esperaban mi preferida, Viaje al centro de la Tierra, Los hijos del capitán Grant, y los deliciosos De la Tierra a la Luna y Viaje alrededor de la Luna.
Tiempo después llegó Miguel Strogoff o La esfinge de los hielos. Ya no recuerdo cuándo dejé de leer a Verne. Lo que sí es cierto es que gracias a él –y a mi padre- la afición y hábito de la lectura enraizaron en mí para siempre. Mi voracidad creció con los años. Tras Verne llegaron Salgari, Stevenson, de nuevo Walter Scott, Mark Twain, y otros.
Pasaron los años y de bibliópata y voraz lector me convertí en editor. Charlando una tarde con Eduardo Martínez de Pisón, en uno de nuestros viajes de presentación de alguno de sus libros, en esas interminables y deliciosas conversaciones sobre el paisaje, Ortega y Gasset, Julián Marías o Giner de los Ríos, salió el hablar de Verne. Ambos compartimos aquella fascinación de la infancia por el mundo verniano. Lo que me llamó la atención es que tal pasión infantil seguía viva y activa a sus setenta años cumplidos en el maestro geógrafo. Tal era la intensidad de la emoción y sabiduría que Eduardo destilaba en sus palabras al hablar de Verne, que se reactivó en mí la curiosidad (el motor de todo), y decidí secundar su invitación de leer una novela desconocida para mí en ese momento: Claudius Bombarnac.
Llamé a mi madre inmediatamente para pedirle que me prestara «los Verne». La novela la encontré en el volumen 4, a partir de la página 1746, y comencé sin más a leer Claudius Bombarnac, esta trepidante novela ferroviaria que ahora tengo el privilegio de editar. El libro me fascinó desde un primer momento, y no dudé ni un segundo en que debería publicarla en la colección Periplos de Fórcola. Pero, no se trataba de publicarla sin más. Devolví el ejemplar a mi madre y encargué la traducción. Semanas después, cuál no sería mi sorpresa cuando los Reyes Magos de mi casa me trajeron los siete volúmenes rojos de Verne, de segunda mano. Son los tomos que aparecen en estas fotografías que comparto con vosotros.
Desde hace más de cien años, y salvo raras excepciones, los españoles leemos a Verne gracias al buen hacer de los hermanos Sáenz de Jubera, quienes en la década de los setenta del siglo XIX, tradujeron y editaron las obras (casi completas) del escritor francés. Desde entonces, sucesivas colecciones infantiles y juveniles, de librería o de quiosco, han reeditado hasta la saciedad las mismas versiones y traducciones de los hermanos Sáenz de Jubera. Algunas de las novelas más conocidas y populares de Verne han sido vueltas a traducir, y se han visto enriquecidas con prólogos que añadían valor a las ediciones. Otras novelas vernianas no han corrido esta suerte, como es el caso de la que nos ocupa. Había llegado el momento de dar una nueva oportunidad a Claudius Bombarnac.
Nuestro objetivo era doble: realizar una nueva traducción, en edición crítica y con aparato de notas, y dar a conocer al público actual una de las novelas menos divulgadas del autor. Decidimos, así, encargar la traducción a Mauro Armiño, que ya había traducido varias novelas de Verne para Valdemar o Akal.
En la preparación de nuestra edición nos han ocurrido anécdotas graciosas, como la de descubrir que una errata en una cita en latín mencionada por Verne ha sido arrastrada o heredada, desde la primera edición francesa, hasta las sucesivas ediciones españolas, que nunca supieron corregir la cita –Verne cita de memoria y se equivoca- ni descubrir que era de Ovidio.
Por su parte, las notas a pie de página de Mauro Armiño ayudarán al lector actual a entender y conocer mejor el entorno cultural y social de la época en que está escrita la novela. Claudius Bombarnac es una novela futurista, en tanto que tiene como protagonista principal un tren que cruza Asia central que no estaba construido en la época en la que Verne la escribió. Aun así, los referentes culturales son coetáneos del escritor: las menciones a canciones, obras de teatro o personajes de la época han sido resueltos por el traductor de forma magistral, de tal forma que el lector actual puede hacerse una idea lo más completa posible de lo que está leyendo.
Hemos decidido recuperar las ilustraciones originales de la edición francesa. Lo hemos podido hacer gracias a que Eduardo amablemente nos prestó su ejemplar, que sin fecha, pertenece a la colección editada en París por Jules Hetzel. A pesar de que el papel tiene alguna mancha de óxido, hemos podido escanear sin problemas las bellas ilustraciones, que en número de 55, vienen firmadas por Leon Benett. Completamos nuestra edición con varios detalles que harán las delicias de los lectores, vernianos o no: un largo prólogo firmado por Eduardo Martínez de Pisón; los dos mapas impresos por Lemercier, y firmados por el ilustrador E. Morieu; un mapa del recorrido del tren Transasiático dibujado por el propio Eduardo; una relación de los personajes de la novela, con una breve descripción, y un índice de topónimos, para los amantes de la geografía.
La cubierta reproduce una fotografía actual realizada por el propio Eduardo Martínez de Pisón al tren de Kasgar. Y es que los chinos han decidido comenzar a construir el tren que soñó Verne hace más de cien años. Una vez más, se confirma la proverbial y visionaria imaginación de Jules Verne.
Esperamos que disfrutéis con la lectura de Claudius Bombarnac.
Muchas gracias por editar de una forma tan exquisita una novela de Jules Verne. Espero que no sea la única, pues hay muchas grandes novelas de Verne que ya están olvidadas y que merecen una edición así. Enhorabuena por su trabajo. Un saludo!
Muchas gracias, querido Óscar, por su comentario. En Fórcola nos declaramos vernianos, y seguiremos trabajando por recuperar como merece a un autor que nos hizo felices de niños y jóvenes, y que nos sigue haciendo disfrutar de mayores. Nuestro empeño es des-infantilizar a Verne, es decir, recuperar sus obras para la literatura de adultos, como han hecho los franceses, dedicándole dos volúmenes de la biblioteca de La Pléiade.