Nuria Azancot/ El Cultural, 23 de junio de 2023
Acostumbrado a perderse en las montañas y a desvelar los secretos de paisajes y relieves de estos y otros tiempos, el geógrafo, narrador y alpinista Eduardo Martínez de Pisón (Valladolid, 1937) acaba de publicar Atlas literario de la Tierra (Fórcola), «decantación de muchos años de lector y de explicador de panoramas».
Generoso de su tiempo y muy cordial, Eduardo Martínez de Pisón se siente feliz con este Atlas… que pretende «mostrar y gozar (sin abrumar) la maravilla de los paisajes escritos». Y eso que el libro debe mucho, demasiado quizás, a la pandemia: «Sí, leí y escribí mucho y añoré los espacios libres, las montañas, el mar. Tal vez influyó en adentrarme más en los paisajes de palabras y en el deseo de ordenarlos y comunicarlos. Pero fueron más duras mis circunstancias personales, por el fallecimiento de mi mujer al inicio de la pandemia; estuve encerrado como un animal herido. Los libros me ayudaron. Los quiero. Por eso quizá he escrito ahora sobre ellos con admiración. Son mi otro paisaje».
Pregunta. ¿Qué relación tienen para usted paisaje, civilización y cultura?
Respuesta. No hay unos sin los otros. La cultura eleva el territorio a la condición de paisaje y, con él, entre otras cosas, se constituye en civilización. No hay paisaje sin cultura. El paisaje es civilización. Y, sin conciencia de paisaje, decaen la cultura y la civilización. Podemos preguntarnos qué ocurre hoy en nuestra cultura respecto al paisaje, tomar la temperatura paisajista a nuestros escritores y acabar pensando que, salvo excepciones, estamos en un nuevo bache cultural.
P. ¿Por qué?
R. Porque nunca ha habido una oferta de información mayor. Gratis. Abierta. Ingente. Bibliotecas enteras digitalizadas. Al lado, sí, de una vorágine de perversidad y falsedades que circula en internet como bandidos por el desierto. Tengo en mi pantalla mapas antiguos guardados hasta ahora en cartotecas inaccesibles, imágenes próximas de las dunas rojas de Marte. Esto ha irrumpido en lo que llamábamos cultura y ha perturbado su modo de acceso, de dominio, de extensión, de juicio de su calidad, y la apariencia de su significado. Para bien, por su accesibilidad; no tanto por su carácter acrítico, y mal porque va igual todo, la verdad y la mentira. Pero no es cultura, es un mero instrumento, inundatorio, con elementos mejores, peores, pero presente, inabarcable, tortuoso como una caverna e insoslayable. No somos los mismos en el manejo de las bases de la cultura.
P. En su libro tienen un papel esencial los autores del 98. ¿Qué importancia tuvo para ellos el paisaje, cuando reclamaban la concordia entre lugar y cultura?
R. Decía Unamuno que un paisaje sin escritor está mudo. Nadie lo atiende. Es necesario escribir sobre los paisajes e infiltrarlos en la cultura. Sobre todo, los paisajes con alma. Fue una marea de paisajes literarios, con sentido trascendente, lo que trajo consigo la Generación del 98: los de Baroja, sin concesiones; los de Azorín, sin imprecisiones; los de Machado, como una lámina con peñas, álamos, caminos, o sus emociones. No había existido en nuestra literatura hasta su aportación un interés paisajístico tan abundante, tan central, tan alegórico y tan real. No es la España negra y pesimista, ni la regeneracionista, utilitaria y también pesimista, sino una búsqueda de la raíz en el páramo, en la sierra y en el dolorido sentir. La contribución literaria y pictórica de la Generación del 98 hizo paisajista nuestra cultura, aunque no para siempre, pues hoy apenas tiene esa línea seguidores.
P. ¿Y a quién prefiere como paisajista, a Antonio Machado o a Azorín?
R. Machado conmueve, Azorín encanta. Me quedo con los dos. Y me quedo también con Unamuno, que fue un perfecto paisajista, vasco, pero igualmente absorbido por el «corazón desnudo de viva roca» castellano. Azorín es objetivo, minucioso, sensible. Refleja la historia del paisaje y su fusión con la cultura. Escribe una prosa soberbia, que deleita ya solo por su construcción. Refleja nuestro mundo, enseña geografía a un país carente de su conocimiento porque es necesaria para su regeneración.
P. ¿Y Machado?
R. Machado es estrictamente poesía. Belleza de lo expuesto y del modo de escribirlo. Y criterio, idea del paisaje y de su comunicación, filosofía del entorno y crítica explícita de lo criticable. Machado es emoción, es dolor. Dolor personal, profundo y magistralmente mostrado, dolor de todos y de su entorno. Elevó el yermo a poesía. En Machado se cruza su amor dolorido con la experiencia de la tierra, lo que dota a esta de espíritu.
P. ¿Existen en la actualidad autores-paisajistas de ese nivel y profundidad?
R. Apenas quedan aquí paisajistas, tras Delibes, que era escueto en descripciones pero que ponía con magia literaria a los lectores en paisajes perfectamente construidos y vivos. Y los paisajes eran así parte del asunto, a veces sustancial. Hoy tengo una especial devoción por Llamazares, por su buen escribir y por su sensibilidad doliente hacia el entorno. Dice cosas magníficas, que te hacen reflexionar o te iluminan, desde los despoblados pirenaicos por donde avanza el silencio de la muerte hasta las aguas del embalse que cubren el lugar donde nació. El paisaje actual posee, ahogado, otro paisaje, ya invisible, que sólo habita en el recuerdo melancólico de un gran escritor, Además, tengo favoritos del pasado no solo españoles: Hesse, por su profundidad y delicadeza; Muir, por sus montañas y sus hielos; Senancour, por sus Alpes; Hugo, por su soberbia manera de escribir; Saint-Exupéry, por sus cielos y desiertos; Buzzati…
P. ¿Podrán hacer eso mismo los estudiantes españoles, víctimas de planes de estudios cada vez más excluyentes?
R. Tampoco los de ayer andábamos muy libres, pero por otros motivos. Cada persona puede intentar romper ataduras y encontrarse o perderse a su modo. Pero sí, puede ocurrir la paradoja de que, cuando las naciones se convierten en provincias del mundo, haya provincias que se crean que son naciones o incluso el mundo. Sin embargo, la Tierra está llamando a tu puerta para que salgas a verla. Esa constricción que parece alegóricamente «insular» está en todo, no solo en la enseñanza: el localismo está triunfante, en las noticias, en el poder, en los aprecios y desprecios. En las mentes, en los intereses y desintereses.
P. ¿Y qué puede hacer la cultura contra el cambio climático, y ese mundo distópico al que parecemos abocados?
R. Soy más de utopía que de distopía. Una vez leí que la utopía no es una meta, sino un camino. Una guía del camino. La amenaza de la distopía es real, o una tentación del poder, y su revelación literaria angustia a quienes amamos la libertad. Es una literatura de advertencia. Y acabaríamos como se dice en unos versos de la Eneida, náufragos en un vasto abismo. Para evitarlo, se enseña y se educa, se escribe y se pinta, se pasea y conversa, se interviene, se actúa. Se hace cultura paisajista y naturalista. Se piensa y se habla. No basta la información, es necesaria la educación. La enseñanza debe ser no solo instructiva sino también educadora. El paisaje no es solo pedagogo, es sobre todo educador. Hay, pues, que enseñar paisaje y dejarle que haga el resto. A eso quiere contribuir, por ejemplo y en su modesta medida, este libro, gracias a los escritores que contiene, y creo que, de su mano, ni lo ameno aparecerá reñido con lo profundo ni lo literario nos alejará del compromiso.