Despierto y leo a doña Beatriz de Moura, editora y maestra de editores: «Es la primera vez que choco con la realidad de esta manera: no es que haya menosprecio por el libro, lo que ocurre es que en España y en parte de Europa se está dejando de leer». En sus palabras solo descubro un pasado nostálgico y un presente pesimista (aunque me suena a pesimismo de salón): «Sí, hoy me pregunto de qué servimos los editores y los catálogos; la crisis ha llegado en un momento en que coincide con un público que ha pasado a decidir él solo lo que quiere».
No le falta razón en algunas cosas a doña Beatriz de Moura: la crisis está pegando duro al mundo del libro, también al mundo del libro. Esto no es una novedad, o quizá sí es una novedad para algunos que parecen despertar ahora de los brazos de Morfeo. Recuerdo que hace años algunos anunciamos lo que se venía encima y nadie nos hizo caso; peor, no se hizo nada (ningún elemento correctivo, ningún pacto, ninguna alianza entre editores y libreros, nada). Podría discutir con ella sobre varios frentes: sobre la falacia de que el público «hoy sí» sabe lo que quiere (¿alguna vez lo supo, o esto del marketing del libro sigue siendo asunto de vendedores de latas de atún?); sobre la edición entendida sobre todo como empresa y negocio (siempre lo fue, pero «del céntimo», y funcionó «a pesar» de ser una ruina de negocio); sobre los niveles de lectura de este país (la lectura siempre ha sido una cosa de minorías en este país, pese a las campañas y las cifras triunfalistas de los sucesivos gobiernos, de uno o de otro color).
En otras cosas, no puedo darle la razón: si se la doy, cierro. Soy editor pequeño, ínfimo, y mi problema no es la distribución: mi problema no es «cómo llegan» los libros, el problema es que «no llegan», y cada vez «llegan menos», porque los libreros no los piden, deciden «explorar» otros «catálogos» (es legítimo: se trata de hacer caja registradora). Soy un editor sin «socio rico», por lo que según sus cuentas, estoy abocado al cierre inmediato. Tampoco soy un «afortunado» al que le compre un gran grupo (ni sueño con ello). Veo difícil que los pequeños editores nos pongamos de acuerdo en algo. Y aun así, me resisto a tirar la toalla.
Esto del libro siempre ha sido cosa de minorías. Los noventa generaron un espejismo, y todos andaban a la busca del «zafonazo» o la subvención: pensábamos que esto del libro era «Un mundo feliz». Se acabó la utopía lectora (más bien, la utopía contable y financiera: la burbuja del libro pinchó, como la del ladrillo, señores). Esto es lo que hay: el libro no es un «producto refugio»: el libro es «hambre». Tampo creo vislumbrar un escenario similar a «Fahrenheit 451», en el fondo una distopía que aún valora la lectura y el libro, aunque sea por una minoría; más bien empieza a parecerse esto a un totalitarismo de la necedad y la estupidez. ¿Soy pesimista? Quizá soy aún más pesimista que doña Beatriz de Moura. O quizá sea un realista, con ganas de seguir luchando. ¿Duro? Esto es durísimo.
Querida Beatriz: comparto mucho de lo que dices. Pero no puedo estar de acuerdo contigo. Descubro tras tus palabras melancolía y nostalgia de tiempos mejores, pero no vislumbro futuro en ellas: solo hablas de dinero a tus alumnos. ¿Dónde están unas palabras de aliento? ¿Ya no hay esperanza? ¿Ya no hay entusiasmo? ¿Ya no hay arrojo? ¿Ya no habrá editores: solo empresarios? Qué quieres que te diga: esto del libro no da para tanto. Más que de empresas, esto del libro siempre ha sido cosa de tribulaciones, y algún gaviero.