El frigorífico y el editor

Forcola_2Un frigorífico es como un editor. Esta rotunda afirmación parece destilar cierto gusto dadaísta, pero como podrán suponer, no es sino la conclusión a la que uno llega tras un cabreo morrocotudo y una noche de insomnio. Y como he venido aquí a darles a ustedes una explicación, aquí está la explicación que he venido a darles.

Del frigorífico se espera que enfríe, porque es un aparato que enfría. Y su misión es la de conservar los alimentos que en su interior se guardan. Lo mismo ocurre con un editor: un editor edita para vender lo que edita; de él, por tanto, se debería presuponer que sus actividades tienen «intereses comerciales». Ahora bien. Mientras que el fin último de un frigorífico es uno muy concreto, aquél del que hablábamos antes, «enfriar», y su «destino en la vida» se reduce a la función para la que ha sido fabricado, el fin último de un editor no se reduce simplemente a «vender», sino a «construir un catálogo». Obviamente, la condición sine qua non para llevar a cabo su destino, su misión diríamos, es vender, vender todo lo que pueda: sin ventas no hay catálogo que se alimente, hasta en el caso de que el editor sea millonario, cosa poco habitual.

Esta diferencia entre el frigorífico y el editor es esencial, tanto, que es el único argumento válido que esgrimir para luchar contra el neodarwinismo económico imperante en todos los ámbitos de nuestra sociedad, incluido el de la crítica. Y me explico. Se dice que un frigorífico es bueno o malo en función de la potencia de enfriamiento y del número de años que dure. Y dicho frigorífico se verá sustituido en unos años por un frigorífico más potente que enfríe más y mejor: el grande se come al chico, y la ley del mercado neoliberal capitalista es inmisericorde en estos extremos. Pues bien, hay críticos que, llevados por la «falacia naturalista», consideran que un editor es bueno o malo en función del número de ejemplares que venda de sus libros, y del número de años que se mantenga en su actividad. De tal forma se ha impuesto la dictadura ideológica del neoliberalismo, que el mercado editorial se considera un ecosistema en el que solo pueden sobrevivir los más grandes, los más poderosos, los supereditores, que son los «importantes» porque venden más. Miren ustedes: hay frigoríficos buenos y malos, y hay editores buenos y malos. Pero el éxito comercial de sus libros no determina la calidad de un buen editor. La solvencia, peso y densidad de un editor lo da su catálogo: ni los años que dure ni los éxitos comerciales que haya tenido, ni siquiera el número de títulos. Hasta aquí, el frigorífico y el editor. Y sí, antes de que ustedes me formulen la pregunta: hay editores malos y editores buenos, como hay mala y buena literatura, objetivamente. Y no es cuestión de gustos. Subrayo: La solvencia, éxito y reconocimiento del trabajo del editor viene de la calidad y credibilidad de su catálogo, un intangible difícil de conseguir y mucho más de preservar, como podrán comprobar enseguida.

Ahora hablemos de dos profesiones que tienen mucho en común: la de cirujano y la de periodista cultural o crítico. Efectivamente, en ambas profesiones, cada intervención tiene sus consecuencias. Si un cirujano opera bien, el paciente sana. Si un periodista cultural o crítico hace un buen artículo sobre un libro, se beneficia el autor, el editor y desde luego el lector. Pero analicemos más en profundidad. El fin último del cirujano, lo que justifica su intervención, es «sanar», es decir, la salud del paciente, o en todo caso (¡oh Juramento Hipocrático!), causar el menor dolor al paciente para que tenga la mejor vida; en cambio, el fin último del periodista es «informar», de tal forma que el periodista cultural o crítico está más que legitimado para realizar una crítica negativa del libro en cuestión, porque su fin último es beneficiar al lector, incluso por encima de los «intereses» del autor y del editor.

Ahora bien, al igual que hay cirujanos buenos y malos, también hay periodistas culturales y críticos buenos y malos. Y aquí llegamos al tema de las consecuencias: si un cirujano se confunde en la mesa de operaciones, el paciente puede hasta morir, y ante esto la sociedad reacciona, hasta con el código penal. Pero si un periodista cultural o crítico se confunde, parece haberse establecido una especie de consigna, socialmente aceptada, de que no tiene mucha importancia. Total, ¿qué más da? Se disculpa, sin más, o simplemente se ignora. ¿A qué errores o confusiones me refiero? Pues a las habituales, por error u omisión: en libros traducidos se alaba mucho el texto, sin caer en la cuenta que «el texto» no lo ha escrito el autor extranjero, sino un traductor al español que se ha dejado a veces la piel en su trabajo para luego recibir que ni se le mencione en la crítica; o el editor que ve reseñado un libro de su catálogo del que no se menciona la editorial, o se menciona mal el nombre del autor. Y se funciona como si estos errores no tuviesen peso, y se disculpan como simples descuidos, despreciándolos como «pequeños detalles» sin importancia, irrelevantes. Pues miren ustedes, NO: esos errores son relevantes, esos descuidos son relevantes, y tienen sus consecuencias, y de ellos depende la supervivencia del autor, del traductor y del editor que los sufren, tanto como el paciente en el quirófano depende del buen hacer del cirujano que le opera. Y ahora vamos al tema que me interesa.

«El buen hacer». Recuerdo aquí el discurso de Antonio Muñoz Molina con motivo de la concesión del Premio Príncipe de Asturias. El escritor premiado reivindicaba las profesiones de oficio, aquellas donde «el buen hacer» determina la calidad, densidad e importancia de los mismos, normalmente sustentados en «pequeños detalles». En el fondo de todo esto late una ética del trabajo bien hecho, que denota la sensibilidad de todo aquel que en su labor diaria sabe que la calidad de su trabajo, por humilde que sea, afecta realmente al bien de los demás, y beneficia al bien común. El esfuerzo individual redunda en el beneficio colectivo. Desde el panadero al fontanero, desde el sastre hasta el frutero, desde el periodista hasta el editor. Trabajos de oficio, donde hay una gran diferencia entre hacer las cosas bien o hacerlas con descuido o hacerlas mal. Es algo tan básico como dar lo mejor de nosotros mismos y pensar en los demás. Así de simple, así de difícil.

He aquí la diferencia entre aquel «da lo mismo» que éste «por mí, que no quede» que decía Julián Marías. Si todos trabajásemos con ese ánimo, con ese espíritu –por mí que no quede–, lograríamos hacer un mundo mejor. He pensado incluso que si esto fuese así algunos editores venderíamos algún libro más.

Forcola

Les recuerdo el lema de Fórcola, que aparece publicado en el colofón de nuestros libros:

«La fórcola es la parte más rara y hermosa de la góndola veneciana, realizada en madera, en la que el gondolero apoya el remo para maniobrar. Una auténtica fórcola se talla, de forma artesanal, sobre la curvatura natural del árbol, por eso no hay dos fórcolas iguales».

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