No hemos salido más sabios de la pandemia, y en el mundo del libro seguimos incurriendo en nuestros habituales malos hábitos. Cuando se reabrieron las librerías, allá por mayo y junio de 2020, algunos editores alertamos sobre lo importante que sería frenar, en la medida de lo posible, la más que previsible avalancha de devoluciones de aquellas novedades publicadas antes de la campaña de Navidad y las aparecidas entre enero y marzo –en aquel lejano ya mundo pre-pandemia–, libros que no habían terminado su ciclo de venta o que apenas lo habían comenzado, pero que quedaron secuestrados por el confinamiento. Los pequeños editores queríamos y necesitábamos darles la oportunidad que merecían y no habían tenido a nuestros libros. No hubo manera y fueron devueltos, debido a un doble fenómeno: primero, fueron desalojados por el irracional aluvión de «nuevas» novedades (lanzadas al mercado –habría que preguntarse a qué mercado– por grandes y medianas editoriales) que desde mayo inundaron de nuevo, sin contención, las librerías; segundo, por la necesidad de los libreros –con sus recursos económicos muy mermados tras el parón del cierre– de reducir de forma rápida la deuda acumulada –mediante el método tradicional de escape, la «devolución express»–. Con la ayuda de nuestros distribuidores, algunos editores independientes llegamos a acuerdos para retrasar los vencimientos, flexibilizar los plazos de pago y pactar depósitos a seis meses con las librerías, distintas medidas para frenar la estampida. Pero la presión sobre el canal de librerías arrasó con todo, como los caballos de Atila. Algunos editores apostamos por ralentizar el ritmo de publicaciones –y su número–, en un intento de adaptarnos a este ecosistema nuevo, cambiante cada semana, lleno de incertidumbres e incógnitas, en esta especie de limbo post-confinamiento permanente en el que seguimos viviendo. Sin embargo, tanto medianas como grandes editoriales optaron por lo contrario, es decir, en una especie de huida hacia adelante, siguieron apretando el botón de la producción, en un bucle vertiginoso y acelerado que recuerda la escena de los hermanos Marx en el Oeste, echando más madera a la caldera de la máquina de vapor. Durante aquellos meses, además, proliferaron cada semana propuestas mil, fruto de la improvisación –y del pánico– que llevaron a algunos editores a regalar ebooks, proponer «nuevos» y rocambolescos medios de venta online (implicando o no a las librerías), cada cual más disparatado, ideas de bombero, en fin, que duraron menos de un chispazo, y que lo único que pretendían era llamar la atención, en esta dictadura salvaje del postureo mediático permanente en el que algunos se mueven, para ganar «visibilidad». Por su parte, en todo este circo, el relato lo ganaron las librerías, vendiendo con éxito la idea de que son ellos la parte más frágil de la cadena, logrando algo encomiable: la solidaridad (titular tan preciado en estos tiempos) de todo el mundo: lectores, periodistas y políticos –y llegaron los ERTES, las ayudas, las subvenciones y las compras a librerías, de las que algo, muy poco, nos tocó a los pequeños editores–. Al focalizar el debate hacia batalla permanente contra Amazon (con el «relanzamiento» de todostuslibros.com) y el tema de la política de descuentos, la radiografía que se proyectó reflejó parcialmente la realidad del mundo del libro, dejándonos fuera del Gran Juego a los pequeños editores. Porque el verdadero debate, donde nosotros nos jugamos el hoy y el mañana, en este limbo post-pandémico, está en quién asume los mayores riesgos: cuando no se vende, el que asume el riesgo es el editor y sobre todo, por razones obvias, el pequeño editor. El nivel de devolución de 2020 ha sido de los mayores conocidos por los pequeños editores, y nuestros libros pre-pandemia no han tenido oportunidad alguna: han regresado sin vender a nuestros almacenes. Grandes y medianos siguen en su rabiosa carrera por llenar las mesas con sus novedades, con un doble objetivo: ocupar el sitio para que no se lo arrebate la competencia y compensar las pérdidas ocasionadas por las devoluciones, lo que presupone músculo financiero, del que los pequeños carecemos. Algunos lo consiguieron gracias a los ICOS (no los prometidos por el Gobierno, sino los facilitados finalmente por entidades financieras, y que en algún momento habrá que devolver), pero eso es un parche provisional. Muchas son las incertidumbres, y vivimos más que nunca en un escenario de máximo riesgo. Sobrevivirá el editor que sepa gestionar ese riesgo, evitando endeudarse todo lo posible, y seduciendo a las librerías para que preserven y cuiden sus fondos. La mirada ha de ser larga, tomando distancia de la rabiosa y frenética carrera de las novedades. La buena noticia es que a los españoles les sigue gustando eso de leer, así que sigamos apostando por el fomento del libro y la lectura.
Javier Jiménez, director de Fórcola
El Cultural, 7 de mayo de 2021