El placer de ir de librerías

Estos días dedico mis tardes a visitar librerías. Esta actividad no tiene nada que ver con un exotérico arte cinegético, a la busca de mis libros en las librerías, como si fuese un cazador impaciente o un sabueso tras su presa. La visita a librerías un editor ha de afrontarla con espíritu deportivo, como un sano ejercicio físico y emocional que ha de contrarrestar su natural hipertensión y su persistente impaciencia, y ha de propiciar el encuentro, primero con la realidad libresca, y luego, más emocionante, con la persona concreta del librero. La clave para un paseo productivo es la velocidad: deje usted el coche en casa, utilice el transporte público, pero procure bajarse dos paradas antes; haga un poco de piernas y acomode su paso al ritmo de los latidos de su corazón. Entrar en una librería requiere, sencillamente, que recordemos que no somos máquinas, sino personas.

Está usted preparado. Tras cruzar el umbral de la librería, sentirá usted una primera sensación, refrescante y liberadora: el silencio.


No porque la librería sea una especie de templo, donde feligreses de distintas religiones y gustos procuren rezar sus oraciones en una especie de reconcentrado mutismo, temeroso de alzar la voz y perturbar la paz del recinto. Hay silencio, o moderadas voces, porque la gente disfruta plenamente de dedicarle unos minutos al arte de mirar y tocar los libros: no sólo los de las mesas de novedades sino, esto para iniciados, revisar lenta y pausadamente las distintas estanterías por secciones, de arriba abajo, de izquierda a derecha, lenta y plácidamente, paladeando cada lomo y, gran placer, sacar para ojeo y hojeo alguno de los ejemplares, sin contador de tiempo. Porque, hete aquí, que aún no nos cobran por entrar a las librerías. Velocidad existencial ralentizada por unos minutos: teniendo librerías, ¿quién necesita un spa? Un sano ejercicio que revierte en nuestra salud.

La visita tiene también un componente emocional, ojo, de inteligencia emocional: el visitante de librerías tiene algo de flâneur, amigo de lo anecdótico, lo mínimo, el detalle, lo imprevisto, los recovecos, la dirección única, los encuentros fortuitos, lo que no está reñido con el espíritu despierto, con la mirada atenta, con la sensibilidad a los dedos, dejándose seducir por una cubierta llamativa (cada vez más difíciles de encontrar), parándose a leer un texto de contra sugerente (rara avis más difícil aún), un índice, si lo hay, convincente, o zambulléndose en una mínima cata lectora tentativa, a veces fructífera, incluso gratificante: «éste me lo llevo». Tocar los libros es una tarea, a veces una dedicación o una afición, incluso una pasión, que conforma nuestra inteligencia emocional y que constituye una parte fundamental de la educación sentimental de todo lector, como bien nos recuerda Jesús Marchamalo en este librito que no me cansaré de recomendarte, «que tiene mucho de breviario, donde se condensa todo lo que se puede decir con sentido sobre el amor a los libros», en palabras de Luis Mateo Díez.

Para todo lector, también para un editor, la visita a librerías tiene otro aliciente, además del deportivo y emocional, y es el del encuentro personal con el librero concreto. El librero no es una abstracción. Muchas veces recurrimos en el discurso sobre librerías a abordar la figura del librero como un ente indefinido al que colgamos una serie de etiquetas: «prescriptor», «agente cultural», «dinamizador de la lectura»… Sí, por supuesto, todas ellas se ajustan en parte al perfil, pero olvidan la realidad concreta: cada visita a una librería propicia mi encuentro con este librero, persona concreta, en un momento irrepetible que, gracias a la frecuencia, y en casos puntuales, se consolida con los años y se convierte en amistad, como entramado vital de mutuas confidencias, complicidades lectoras y confluencias (encuentros y desencuentros) librescas.

Muchas incursiones de paseante urbanita, errático en busca de lectura, me hacen recalar en mis librerías habituales. Cada uno de mis desvíos por librerías –uno siempre anda de desvíos por la vida, intentando retomar las distintas trayectorias perdidas–, propicia esos encuentros personales con Lola, Santi y Miguel; Charo, Isabel y Jesús; Rodri; Aldo o JavierJuan Miguel;  Taina y Quique; Feli, Camino y Ana; Sara y Textxo; Antonio y Alfonso; Toni, Pilar y José y más, por hablar de las de Madrid. Para alguien cuya profesión se desenvuelve siempre entre libros y lecturas, entre imprentas y librerías, entre autores y editores, palabra viva que florece en unos para germinar en otros, letra impresa (papeles pintados, dice un buen amigo mío) y vida confluyen irremediablemente en un mismo bucle. De tal forma que la profesión se convierte en oficio artesano, que al crear (que no fabricar) libros me conforma y rediseña día a día como persona, y la vocación (lectora y editora fundidas en una) se convierte en pasión compartida con amigos, libreros, a los que procuro visitar todo lo que puedo.

Estos días ha aparecido una nueva y hermosa edición (en bolsillo, tapa dura y sobrecubierta), del libro de Helene Hanff 84, Charing Cross Road, un pequeño tratado de la densidad vital que puede cobrar la relación, íntima y personal, entre una lectora apasionada y un librero servicial. Entiendo mi oficio en clave personal, o mejor, personalista. Este oficio se vuelve quehacer de artesano, tiene mucho de proyecto vital, donde lectura y biografía se confunden, donde la edición se vive como proyecto –siempre por hacer– que me trasciende, acercamiento diario a algo que se intuye pero que nunca se llega a alcanzar. El de editor, como el del lector, es así un oficio y dedicación futuribles, puestas sus esperanzas y quebraderos de cabeza en el siguiente libro por venir. El encuentro con el cómplice, con el confidente, en este caso el librero, reconforta, fortalece, es pausa en el camino que resarce de sinsabores y fatigas.

El editor no se gira nunca hacia la ruina del pasado, cual Angelus novus, un pasado lleno de sinsabores, duermevelas, devoluciones, fracasos, sino que, con la ilusión de un niño, mira siempre hacia adelante, huyendo de la sal que le petrifique su fuerza vital, su entusiasmo, su idea originaria, esa de la que surge todo y a la que todo regresa. La visita a mi librero, yo que lo he sido, me devuelve la esperanza en un mundo más humano, lleno de libros y lecturas.

7 comentarios en “El placer de ir de librerías”

  1. La complicidad, la cercanía, entre editor y librero es lo que nos hace cerrar el círculo maravilloso de los que trabajamos en lo que creemos. Gracias por estar cerca. Besos de tus amigos Pilar y José del Dragón Lector

  2. Elia Fernández

    Una librería es un foco, un candil encendido. Hay a quien no le gusta la luz titilante de las librerías, y hay a quien le atrae tanto como a ti, Javier. No olvido que son un nudo donde se adquiere un objeto distinto. Siempre distinto y siempre el mismo, más allá de genealogías y tecnologías. Porque son los libros los que hacen a la librería -y al librero.
    Un abrazo.

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