El traidor y el héroe: sobre el caso Furtwängler

Félix de Azúa, Scherzo, febrero de 2023

Con esta pareja clásica, sobre todo después de que Borges le diera su medida universal, nos enfrentamos a la figura totémica de Furtwängler, el más grande director de todos los tiempos… ¿o no? Porque, aparte de su valor como domador de huestes musicales, ¿fue un valiente enemigo del Tercer Reich? ¿O más bien un aprovechado, un tibio, un traidor?

Este dilema se arrastra desde después de su muerte, en 1954. Para que alguien goce de la doble titulación es necesario que para unos sea un héroe y para otros un traidor. De ambas fuerzas hubo en la batalla por el honor de Furtwängler. Aquellos para quienes fue un héroe son los innumerables judíos a los que salvó la vida o protegió de las torturas del régimen. Los testimonios sobre la dedicación de Furtwängler a la comunidad judía son indudables, empezando por las cartas airadas de los dirigentes nazis, especialmente Göring, Rosenberg y el propio Hitler, sobre la amistad y la ayuda que Furtwängler prestaba a los judíos perseguidos.

Por el contrario, el grupo más poderoso que lo consideraba un traidor, un colaborador y un malvado estaba compuesto por fuerzas británicas y americanas, que siempre le pusieron la proa y para quienes Furtwängler fue nada más que un monigote al servicio de la propaganda nazi. En el lado de sus enemigos americanos actuaron con particular inquina Herbert von Karajan y Toscanini. El primero había sido miembro del partido nazi, pero nadie le tocó ni un pelo. En cambio, Furtwängler, que nunca perteneció al partido de Hitler, tuvo que someterse a un humillante proceso de desnazificación. Es arriesgado culpar a Karajan de la animadversión anglosajona que acabó conduciéndole a ese juicio bochornoso, pero todo indica que era el elegido para sustituir al vencido en las orquestas americanas y británicas. Gozaba, además, del apoyo de los grandes consorcios de comunicación, no sólo musicales sino también periodísticos. Furtwängler lo sabía desde tiempo atrás. Justo tras la toma del poder, los jefes nazis se habían dividido en dos grupos irreconciliables: Göring apoyaba a Karajan, Goebbels a Furtwängler. El enfrentamiento duró hasta la muerte del segundo. No hay nada tan esclarecedor como las actas del proceso.

El empeño en culpar a Furtwängler era evidente en el caso del secretario del comité de desnazificación, George Clare, cuyo nombre verdadero era Georg Klaar, un judío vienés que pudo escapar a la matanza, aunque su familia fue asesinada en los campos de concentración. Es comprensible que buscara la condena de Furtwängler, pero también es evidente que no era un juez imparcial. El proceso comenzó el II de diciembre de 1946, seis meses después del inicio del procedimiento. Los retrasos, las mentiras de la acusación, los múltiples obstáculos burocráticos tenían lugar mientras, en la oscuridad, peleaban americanos y soviéticos por llevarse a Furtwängler a su parte de Berlín, dividido entonces en zonas confinadas por el consejo cuatripartito de los aliados. Es evidente que Furtwängler fue, en todo este terrible episodio, un peón de la guerra fría que había comenzado. Fue absuelto antes de terminar el mes.

Tomo los datos de El caso Furtwängler de Audrey Roncigli, recién editado por Fórcola. La conclusión no es obvia: debemos olvidar el «caso», en efecto, pero el problema ético subsiste. ¿Puede un artista situarse por encima de la moral universal? ¿Y fue ese el caso?

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