Elogio del agente cultural en la Barcelona de posguerra

JUAN BONILLA, La Lectura, 17 de febrero de 2023

Excelente editor, premiado traductor y crítico literario de referencia, esta biografía de Juan Ramón Masoliver recoge el espíritu de un intelectual cosmopolita que dinamizó la vida literaria de la capital catalana durante el franquismo.

Cuando se le iba agotando la vida, Juan Ramón Masoliver (1910-1997) tuvo que padecer la recriminación de alguno de sus mejores amigos: según ellos había hecho dispendio de sus capacidades dedicándose a labores que no servían para ganar la posteridad. Josep Pla, por ejemplo, aseguraba que no había conocido caso de talento semejante tan mal empleado en labores que distrajeran de lo único que importaba que era hacer obra. Es una incógnita si llevaban razón o no, si Masoliver pudo ser el gran prosista de su generación, si haber derrochado horas en artículos del día o reseñas de novedades editoriales, en traducciones de libros que ya nadie lee (El último Mussolini) y de clásicos (las Rimas de Cavalcanti, Marcovaldo de Calvino) le quitó de construir una obra propia. Parece, en cualquier caso, injusto no reconocerle, como por suerte hace este espléndido libro de Míriam Gázquez, su condición de intelectual de primera en tiempos muy difíciles. Fue lo que hoy podría consignarse en un currículum como «agente cultural». Y lo fue desde bien temprano. Que contaba con excelente prosa es fácil de apreciar en cualquiera de los artículos que, ya al final de su vida, recopiló en su libro Perfil de sombras, donde hay textos de finales de los años 20 y de los años 80. Pero siendo cuantiosa su producción periodística, quizá lo decisivo, lo que lo hacía merecedor de que alguien transplantase su aventura a un libro, fue su infatigable labor de animador literario con un ancho abanico de intereses y saberes.

El magisterio de Pound. Muy joven funda, con otros espíritus de vanguardia, la revista Hélix, donde publica un espectacular ensayo sobre la imposibilidad del surrealismo en España –un ensayo en el que vuelan las collejas y se propone al surrealismo como una fe o una ciencia que va más allá de los ejercicios literarios–. En él defiende, por lo tanto, que su rimbaudiano eslogan de «cambiar la vida» no puede ser tomado en serio cuando lo ejerce un poeta con dos coches de lujo como Hinojosa, «Federiquito» –así llama a Lorca– o Aleixandre. Para Masoliver los únicos que pueden acercarse a hacer surrealismo sin que sea mero teatro retórico y verborrea son Buñuel y Dalí, porque el fin del surrealismo es la revolución, y malamente se podrá querer hacer revolución imprimiendo primorosas ediciones de 500 ejemplares. Y buenamente se puede al menos intentar con un arte de masas como el cine siempre que no se quede en la modesta ambición de espantar a la burguesía. Después de la guerra anduvo en labores de propaganda y reabrió el Ateneo de Barcelona. Fundó la editorial Yunque cuya colección principal fue Poesía en la mano, un conjunto de minúsculos volúmenes dedicados a grandes poetas en cuidadas selecciones encargados a nombres principales de las letras españolas del lado vencedor.

El magisterio de quien fuera gran amigo suyo, el modernista Ezra Pound (se hicieron amigos en los años 30 cuando Masoliver ejercía de corresponsal de El Sol y de La Vanguardia en Italia) le convenció de que la antología era el género infalible de la época y la misión de los intelectuales forzar un cambio en el canon. La colección, muy accesible a un público siempre reticente a la poesía, llegó a su cima con un tomo precioso realizado por el propio Masoliver: Las trescientas. Ocho siglos de lírica castellana.

En defensa del catalán. Para que se tase la capacidad negociadora de Masoliver hay que decir que ese libro termina con un poema de Federico García Lorca. No deja de ser cierto que para procurarse seguridad ante la censura, Yunque publicó, además del Primer libro de amor de Ridruejo, a Giménez Caballero –un volumen titulado Los secretos de la Falange– y el libro de Vicens Vives Geopolítica del Imperio español, pero la editorial terminó yéndose a pique.

Míriam Gázquez

Masoliver ya tenía la mente entonces en otros proyectos: el importantísimo de Entregas de Poesía, la revista Destino y el Premio Nadal que aspiraba a hacer brotar novelistas jóvenes en un páramo cultural –según el topicazo– que no era para nada un páramo. Poco a poco se van poniendo las cosas en su sitio y revisando esa época de nuestra historia en libros como los del imprescindible José-Carlos Mainer (especialmente Falange y literatura), Jordi Gracia (La resistencia silenciosa), los hermanos Carbajosa (La corte literaria de José Antonio), Mechthild Albert (Vanguardistas de camisa azul) y otros muchos entre los que desde ya brilla con fulgor propio este volumen de Gázquez. Libros que vienen a demostrar cuánta gente, en tiempos miserables, se las arregló para que siguiera latiendo, por débil que fuera su pulso, lo que solemos llamar, con evidente insuficiencia, mundo cultural.

Merece sin duda destacarse, de entre las empresas que puso en marcha Masoliver, la primera de las mencionadas. En Entregas de poesía se estrenaron poetas como Cirlot o –casi– Fonollosa. Recogió en alguno de sus números dos antologías propias: una de poemas escritos en castellano por autores de otras lenguas y otra de poemas en otras lenguas escritos por poetas españoles.

Una de sus luchas –llamadas a darse de bruces contra la sordera del franquismo– era demostrar que no se debía renunciar a la lengua catalana porque cederla significaba dar a entender que era una propiedad de los enemigos del propio régimen. Otros combates hubo de entablar con las autoridades de su época, sobre todo con la censura. Masoliver, como autor, apenas nos dejó una Guía de Roma muy útil y llena de encanto y un batallón de artículos perspicaces de los que cabría hacer una antología mayor que la que se hizo en Perfil de sombras.

Monumentos culturales. Pero su gran obra, acaso, además de sus tareas como traductor y antólogo, sea la revista camp de l’arpa. Gázquez, en este libro que es más un retrato que una biografía, repasa minuciosamente la trayectoria de un nombre imprescindible de nuestra posguerra que se rodeó de nombres hoy imprescindibles para la reconstrucción del mapa cultural de la posguerra: Ridruejo, Eugenio Nadal –fallecido joven, al que publicó su único libro–, Martín de Riquer, Josep Vergés, Luys Santa Marina, Elizabeth Mulder. La autora se ha zambullido en los archivos de Masoliver y ha emergido de ellos puliendo la figura de un intelectual cosmopolita del que nunca sabremos si desperdició su genio, pero demostró su envidiable capacidad de gestión y supo, como pocos, darle a su condición de gran lector un dinamismo que pudo traducir a hechos (Poesía en la mano, Entregas de poesía y camp de l’arpa) que son hoy grandes momentos de nuestra cultura.

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