Entrevista al editor Javier Jiménez, autor de Desvío a Trieste

Anna María Iglesia, / Letra Global, 27 de julio de 2023

Javier Jiménez: “Dime qué catálogo tienes y te diré qué editor eres y qué defiendes”

El editor de Fórcola, que acaba de publicar ‘Desvío a Trieste’, un libro que tiene mucho de ensayo y autobiografía, reflexiona sobre su fascinación por los viajes, la tradición de la cultura europea y el noble oficio de hacer libros. Fotografías de Yolanda Cardo

“El catálogo es un cuaderno de bitácora de todos los viajes posibles”. Así define Javier Jiménez a Fórcola, la editorial que, tras un periplo profesional por distintos ámbitos del mundo del libro, fundó hace ya más de una década. El catálogo define a Jiménez. En él se plasman su concepción de la literatura, su interés por la gran tradición continental, su entusiasmo por los viajes y su compromiso con la historia reciente de Europa, muy presente a través de distintos títulos.

“El libro es el compañero ideal de todos esos viajes posibles, los reales y los imaginarios”, añade Jiménez, que precisamente acaba de publicar Desvío a Trieste, un texto híbrido en el que se entremezclan el ensayo literario, el relato de viaje y la autobiografía. Un libro que no solo acompaña en los viajes, sino que es un viaje a una ciudad que es un palimpsesto de relatos. Siguiendo la estela de Magris y dialogando con la excepcional literatura triestina del último siglo, Jiménez ofrece un libro de enorme erudición y belleza.

–La primera pregunta es obligada: ¿Por qué Trieste? Es una de las ciudades sobre las que más se ha escrito. 

Giuseppe Garibaldi murió sin ver logrado el sueño completo de conquistar para Italia la Urbs Fidelissima de los Habsburgo: «Muero con el dolor de no ver redimidas Trento y Trieste», se dice que fueron sus últimas palabras. No es anecdótico que cada 2 de junio, fecha de la muerte del héroe de la Unificación italiana, se celebre en Italia cada año la Fiesta de la República, aniversario además del referéndum popular de 1946 en el que los italianos votaron por convertirse en República.

En Trieste, la ciudad menos italiana de las ciudades italianas, con su indeleble pasado habsbúrgico y centroeuropeo, siempre ha latido un corazón irredentista y patriótico, donde lo italiano se vive de una manera especial, hasta en los más pequeños detalles: así, al tradicional cappuccino italiano se le llama capuccio triestino. Mucho se ha escrito sobre Trieste, el único puerto al Mediterráneo del Imperio Austríaco durante quinientos años, aunque lo publicado es menos que lo dedicado a Venecia, su ancestral rival, unidas ambas por un Adriático que se convierte en espejo donde una se refleja en la otra.

Aún con todo Trieste, como asegura Claudio Magris, es una ciudad de papel, a la que sus escritores –Svevo, Stuparich, Slataper, Saba, Tomizza, Pahor, Marisa Madieri o el propio Magris– han dedicado miles de páginas en busca de su identidad, siempre difusa, construida sobre un cruce de caminos, crisol de lenguas y credos rompeolas de todas las Europas. 

-¿Cómo enfrentarse ante una ciudad que, por sí misma, es todo un libro de sucesivos relatos?

-Eugenio Montale aseguraba que Trieste es posiblemente la única ciudad italiana que se precia de sus escritores y, en efecto, son cientos los relatos que se suceden a lo largo de todo el siglo XIX y gran parte del XX en los que, de forma fragmentaria, cada uno de esos escritores –también poetas, viajeros, pintores, músicos e historiadores, locales o foráneos–, se ha enfrentado a la triestinidad, ese fantasma –en el específico sentido psicoanalítico– con el que todos ellos se representan a sí mismos y su ciudad en la historia.

Es necesario leer a unos y a otros hasta el agotamiento para apenas aproximarse a ese casi inaprensible concepto imaginario que es distintivo oficial que diferencia a Trieste del resto de Italia, por su vitalidad, melancolía y nostalgia de pureza. Quizá, como en tantas otras empresas literarias, la recompensa no está en la meta, sino en el camino: disfrutar de la literatura que ha generado la idea de frontera en los últimos dos siglos. Trieste es un género literario en sí mismo, a medio camino entre la pulsión mediterránea y la centroeuropea. 

-Trieste es una ciudad clave para la propuesta europeísta de Claudio Magris. ¿Reivindicar Trieste es reivindicar una idea de Europa?

-Sin duda… pero, ¿qué idea de Europa? La clave es preguntarse por la perspectiva desde la que se plantea esa propuesta. En ese sentido, la visión europeísta que Magris defiende, y que comparto, no tiene como centro la política o la economía, sino la cultura. Desvío a Trieste no deja de ser un canto a la cultura europea, a la cultura total –literatura, pintura, arquitectura, música…–, precisamente la que nos define como ciudadanos, más que como votantes o consumidores.

Desviarnos a Trieste supone contemplar la Europa de los últimos doscientos años desde ese punto de vista, el cultural, donde se pone en juego nuestro sentido como miembros de esta entelequia, Europa, definida por su diversidad idiomática, su riqueza histórica y su patrimonio cultural –tangible e intangible– donde la literatura (y la música) juegan un papel fundamental.

Quizá por eso, Trieste sea pese a todo la ciudad más europea de todas porque no ha vivido aislada, gracias a su puerto, de tantas y tantas influencias a lo largo de los siglos; una ciudad en la que, con su carácter cosmopolita y plurilingüe, marcadamente europeo, han convivido italianos, alemanes, eslavos, griegos, armenios y turcos.

“Un viaje solo merece la pena cuando lleva a la literatura”, escribe Mauricio Wieshenthal, a quien cita. ¿Este viaje a Trieste comenzó primero en las páginas de los libros?

-Desde la Odisea de Homero todo viaje que merezca la pena ha de comenzar en la literatura y terminar en ella. Mi primera idea de Trieste me la propiciaron los libros de Magris, desde luego. Mientras, se sucedieron los numerosos viajes a Venecia –el origen del nombre de mi editorial es veneciano–, hasta que la curiosidad me impelió a cruzar al otro lado del Adriático en busca de aquello que, con la mirada al horizonte, podría contemplar el joven Tadzio desde la orilla de la playa del Lido, mientras a unos pasos de él moría von Aschenbach en el final del libro/película de Mann/Visconti.

El viaje físico no es más importante que el literario; podríamos decir que el primero sólo puede alcanzar sentido gracias al segundo. Finalmente, llega la escritura por la necesidad de atrapar el fantasma, darle forma, hacerlo presente –arropado de experiencias y lecturas–antes de que se vuelva a esfumar.

El libro surge por la obligación de devolver lo recibido. Es como una invitación a la lectura –cuyo viaje puede ser más intenso que el real–. La clave está en cómo los libros que leemos antes, durante y después del viaje nos ayudan a construir el relato.

-Junto a la literatura, a la música, al arte y la fotografía, aparece la memoria personal, aparece la figura de su padre…. ¿Podríamos hablar de viaje en un sentido amplio, de lo personal a lo colectivo, geográfico e inmóvil, del pasado al presente?

-Este libro es la propuesta de un viaje total, también hacia o desde la memoria emocional, donde el pasado personal se retroactiva, no tanto como recuerdo sino como vivencia conformadora de una manera de ser  y una manera de mirar (y escuchar). Mi padre –al que debo como lector el haberme acercado a los clásicos («lee a los clásicos, nunca defraudan», me dijo en su momento)– era fotógrafo, y me enseñó a mirar el mundo de una manera peculiar: la mirada del fotógrafo se enamora de lo que ve.

De la pasión lectora –de libros, en papel– hay un paso a la pasión de leer el mundo y la historia como si de un libro se tratase. Los viajeros somos lectores, porque las ciudades son libros que se leen con los pies. Finalmente, el regreso al pasado para entender que el Mediterráneo ya se ha descubierto antes que nosotros. Frente a tanto adanismo narcisista que nos rodea la obligación de desandar los pasos que han trazado aquellos que nos preceden. La cultura y la estética sin memoria dan palos de ciego, se convierten en simple impostura, en cosmética, algo de lo que ya nos advirtió Platón. 

¿La posibilidad de entender el viaje como una experiencia plural, atravesada por dimensiones distintas, tiene que ver con una manera de entender la literatura como algo abierto?

-La idea de obra abierta, en los términos propuestos por Umberto Eco, preside mi libro, en una apropiación de la cultura no como un canon cerrado y estático, sino un territorio dinámico por descubrir que el lector-viajero ha de hacer propio.

La cultura no se tiene, se vive; no es un trasto que se transporta, sino un medio desde el que se construye una vida. Al viajero no se le reconoce, como al turista, por llevar una guía de viajes. El viajero nace, no se hace; es su condición ontológica, en el sentido de que entiende su vida como viaje, y hace suyo el territorio como paisaje, por intermediación de la cultura, citando al sabio geógrafo Eduardo Martínez de Pisón.

La literatura nos hace leer el mundo no como escenario o decorado, sino como parte integrante de nuestra existencia; es nuestra circunstancia, la que cada cual ha de apropiarse para ser lo mejor de sí mismo, y que ha de salvar para salvarse a su vez.

Si entendemos el mundo como simple territorio a explotar, nuestras vidas se empobrecen. De ahí que el turista vuelva de su viaje más vacío aún de lo que se fue, apenas cargado con cientos de fotografías y un par de souvenirs. El viajero, en cambio, regresa siempre más rico, transformado por todo aquello que contempló e hizo suyo. 

-¿Trieste se vuelve metáfora de esa idea de literatura o, si se quiere, de cultura?

-En efecto, el planeta Trieste, como se le ha llegado a bautizar, es imagen de ese crisol de culturas, encrucijada de caminos, donde asistimos a la eclosión de las distintas visiones de Europa, no sólo con sus luces –las que han construido el edificio de la Ilustración–, sino también con alguna de sus sombras. Y ahí está el recuerdo de la promulgación de las Leyes raciales por Mussolini en septiembre de 1938 en Piazza d’Unità, y la losa de San Sabba, el único campo de concentración y exterminio en suelo italiano que los nazis instalaron a las afueras de Trieste.

También imagen de sus lenguas, donde durante mucho tiempo la lengua italiana, frente al alemán oficial de los negocios y la administración, se hizo un hueco como lengua literaria de escritores como Italo Svevo, alias literario de Ettore Schmitz. Por no olvidar la obra del esloveno-triestino Boris Pahor, al que no cito en mi libro pero que, junto a escritores como Marisa Madieri, de origen istriano-dálmata, o al también istriano Fulvio Tomizza, representan los otros exilios interiores del propio Trieste, género literario en sí mismo, que se convierte en metáfora de la propia literatura, un territorio siempre en busca de su identidad.

-Su padre era fotógrafo y su libro es un elogio del arte de la mirada. ¿Se puede aprender a mirar?

-Mi padre tuvo dos frustraciones conmigo: nunca le vi el gusto a la pesca y no logró que me dejase enseñar fotografía, pese a que asistí a decenas de sesiones de revelado y positivado con él. Con los años, tras contemplar una y mil veces sus fotografías, he logrado entender a mi padre, y su forma de mirar el mundo, que tenía y tiene un sentido que en parte he hecho mío.

Aún conservo el ejemplar de La busca de Baroja que me regaló, donde él mismo fue anotando los pasajes donde el escritor hablaba de aquel viejo Madrid que mi padre se empeñó en rescatar el olvido y fotografiar tal y como se había transformado con el paso del tiempo. Sus ojos de fotógrafo estaban tamizados por la mirada de la literatura. Sí, se puede aprender a mirar si tenemos buenos maestros. Yo los he tenido, por lo que doy gracias. 

-El libro es una reivindicación de la belleza. Para los clásicos la belleza era también un valor ético, pero ¿qué es para usted la belleza y qué implica reivindicarla ahora?

-La belleza es posiblemente lo único que nos salva de la barbarie. Como ya adelantó Aristóteles, no hay ética sin estética, pero son muchos después de él, desde Nietzsche hasta José María Valverde, quienes dieron una vuelta al asunto y propusieron: Nulla aesthetica sine ethica.

No podemos perder de vista de nuestro horizonte el sentido moral y ético de nuestras acciones, y es que no existe verdadero progreso si no propicia un progreso moral. Sí, la cultura y la belleza nos salvan, y no concibo un día sin lectura y sin música, pero de nada nos vale sin ponderar que la Belleza no tiene valor en sí misma si no remite también a lo Bueno. Soy discípulo de ese espíritu kalokagático que nos enseñaron los griegos. Sin ese horizonte de lo Bueno, la Belleza es simple cosmética, y la cultura, un juego de snobs.

-Trieste es una ciudad en la que se inscribe la historia de Europa, en concreto, sus episodios más oscuros. ¿Reivindicarla es también reivindicar una historia colectiva?

-Aquellas luces y sombras de la historia de Europa están muy presentes en Trieste, y han de servir para aprender a no cometer los mismos errores. Parece mentira que no hayamos aprendido aún de los peligros de los populismos, tan caros al fascismo y al comunismo, a las ultras de derecha y de izquierda, que se funden en un todo similar que sólo pretende mermar las libertades individuales, eliminar a la persona disolviéndola en lo colectivo, y propiciar un sistema totalitario que mina los cimientos de la libertad, la igualdad y la fraternidad, los ideales que desde la Ilustración han cimentado Europa.

Las virtudes de Trieste son las del liberalismo, basado en las libertades individuales, que propiciaron la libre circulación de personas, credos e ideas. El colectivismo fascista, con sus leyes raciales, su idea de imperio y su sed de conquista, así como el populismo comunista, con sus consignas particulares, como demuestra la historia, destruyeron las libertades individuales y trajeron la ruina y la muerte a millones de personas. Aprendamos del pasado.

-Hablemos de Fórcola, su editorial, donde  acaba de publicar Alfabeto triestino de Samuel Brussell. ¿Qué peso tiene la llamada gran tradición europea en la concepción del catálogo?

-Fórcola tiene una vocación profundamente cultural, cimentada en un catálogo de raigambre europea. Concibo el oficio de editor como un arquitecto o un artesano, que va construyendo un edificio que no sólo ha de ser sólido, proyectado sobre colecciones donde cada libro se sostiene en el resto para cobrar significado, sino que además ha de tener una vocación y una proporción estéticas.

De ahí nuestras distintas líneas editoriales –ensayos literarios, biografías, estudios culturales, música clásica, literatura de viajes–, que confluyen en un todo que pretende tener un sentido, basado en lo que se ha llamado gran cultura europea y cuyo compromiso es un pasado que no se volverá presente si no mantenemos vivo su espíritu; si no, se convertirá simplemente en una reliquia. 

-Publica clásicos contemporáneos y autores actuales. ¿Su catálogo es una reivindicación de la alta cultura y de la erudición?

-Ambas no están reñidas con la idea de la lectura como disfrute, solaz y elemento fundamental en la construcción sentimental e intelectual de una persona. El populismo reinante defiende una idea perversa y totalmente errónea: que la cultura es prescindible, que es un lujo innecesario.

Estamos viviendo una época oscura, que ha traído de nuevo y con gran fuerza la dictadura de ideologías que creíamos muertas; la cultura de la cancelación; el imperio de lo políticamente correcto; la censura de las redes, que está propiciando la cobardía y la autocensura de los propios escritores y pensadores; finalmente, como gran aberración, se está defendiendo el derecho a la mediocridad.

El editor comprometido con la cultura ha de ser valiente y plantar cara a todo esto. Dime qué catálogo tienes y te diré qué editor eres y qué defiendes. Yo estoy de parte de la cultura, de la exigencia, de la meritocracia, del esfuerzo, de la memoria, del conocimiento, lo más alejado posible de la zona de confort, porque el que se conforma es pasto del primer dictador que se cruce por su camino. 

-Frente al mercado americano usted apuesta por Europa… ¿El mundo editorial está demasiado cerrado en lo anglosajón?

-La industria editorial está secuestrada por la inmediatez, la dictadura de la novedad y la rentabilidad a corto, y considera la novela como el género rey, casi exclusivo, y por tanto, excluyente. Editores pequeños y bibliodiversos como yo nos adentramos, en cambio, en otras aguas, en busca de los otros libros, que abordan otros muchos e interesantes géneros, que algún cretino decidió clasificar y desterrar en su momento a ese cajón de sastre denominado no ficción.

Pero la no ficción es un territorio inmenso e inexplorado, en el que muchos hemos decidido adentrarnos y vivir en él, para ofrecer al lector libros que no desaparezcan de su vida en un simple usar y tirar, sino que le acompañen a lo largo de un tiempo, conformando sus bibliotecas personales.

Existe un mundo más allá de la literatura entendida como mercado y consumo en el que muchos editores creemos y al que hemos decidido dedicar nuestras vidas, profesión y energías, donde hemos depositado nuestra ilusión, esperanza y entusiasmo, el arma de contagio más poderosa de la humanidad. El resto es ruido, el de las grandes corporaciones, grupos empresariales, multinacionales… Ruido.

-Comenzó en una librería para pasar al mundo editorial: primero Siruela y, luego, Páginas de Espuma. ¿Sin esta experiencia sería impensable Fórcola? ¿Qué fue lo que aprendió y qué le sirvió a la hora de crear tu propia editorial?

-La mejor escuela para un editor es haber trabajado en una librería. Te da perspectiva, te inculca humildad, y te ayuda a conocer al destinatario final, el lector. Por lo demás, he tenido buenos maestros editores, haya tenido trato personal directo con ellos o no. Algunos, los históricos (Manuel Aguilar, Carlos Barral, Jaime Salinas, Siegfried Unseld), han ejercido un magisterio silencioso pero veraz en mi trayectoria.

Otros, con los que he tenido trato personal (Jacobo Siruela, Jaume Vallcorba, Juan Casamayor, Flora Morata, Florentina Gómez Morata, Federico Ibáñez…) me han dado sabios consejos y he aprendido mucho de sus catálogos. Un editor está en permanente aprendizaje. Debe ser un lector inasequible al desaliento. Por eso siempre estoy muy atento a cómo editan mis colegas, y algunos de sus sellos son de referencia como lector en mi biblioteca. 

-Existen muchas editoriales independientes, pero también de un acaparamiento del mercado por parte de los grandes grupos. ¿Cómo ve el escenario?

El escenario siempre es complejo para un pequeño editor. Lo importante es ser fiel a uno mismo, aprender de los errores y no perder el punto de equilibrio entre la rentabilidad del proyecto y la integridad del catálogo. Más allá de ahí, que contesten las pitonisas del mundo editorial, que hay varias.

-Usted estudió filosofía. ¿Se ha tenido que reconvertir en empresario?

-Un editor nunca deja de ser empresario, y aún con todo, lucha título a título para defender su catálogo ante los lectores, haciendo visibles a los autores y sus libros, permaneciendo él siempre en la sombra, o casi. El Mercado es una entelequia, porque hay muchos y muy diversos mercados. Un pequeño editor debe tener muy presente esto a la hora de tomarle el tamaño a su realidad.

Un gran editor compite en una liga muy distinta a la de un mediano o pequeño editor. Por eso no creo en el falso debate grandes versus pequeños, y me mantengo lo más lejos posible de las reivindicaciones de ciertos pequeños editores que juegan al victimismo y que sólo persiguen la visibilidad de los medios. Menos postureo y más trabajar.

El editor Javier Jiménez

El editor Javier Jiménez YOLANDA CARDO

Nunca debemos perder la perspectiva de que debemos sacar adelante una empresa, por muy pequeña que sea, pero sin caer en falsos victimismos. La grandeza de un sello editorial no la mide su cuenta de resultados, sino el peso específico que aporta al patrimonio bibliográfico y cultural de su país.

Habrá y hay editoriales que facturen millones de euros al año que, dentro de unos años, naufragarán en las aguas de Leteo. Otros, en cambio, insignificantes en el PIB que aporta la industria editorial española, han dejado y dejarán una huella indeleble en los lectores. Un editor de catálogo no lo construye en función del mercado ni de sus tendencias, sino a partir de una idea original y propia, que logrará o no tener sus seguidores y fieles lectores.

Las editoriales que vertebran su identidad en función de aquellas tendencias, unas veces serán una cosa, y otras, otra, pero nunca serán un sello editorial de referencia. No es lo mismo construir un sello editorial que dirigir una empresa editorial. Hace un tiempo un librero chileno alabó mi catálogo, pero me advirtió que si quería hacerme rico debía editar mierda. No sigo su consejo y sé, a ciencia cierta, que moriré pobre. 

-Han pasado dieciséis años desde que nació Fórcola, ¿qué balance hace? 

-Estos años me confirman que la de editor es una empresa titánica, un oficio solitario en el que uno se deja literalmente la vida. Quien no entienda que, pese a todo, merece la pena, que se dedique a otra cosa. Un pequeño editor vive diariamente en el imposible y, pese a todo, logra hacer posible lo improbable. Podría decirse que siempre hay que dejar un cierto margen a la suerte, pero yo no creo en ella. Los éxitos o los fracasos a un editor le pillan siempre trabajando. 

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