Jorge Bustos / El Mundo, 16 de mayo de 2016
Ya su nacimiento fue heroico y maldito, pues venía el niño con tres vueltas del cordón umbilical alrededor del cuello. Sobrevivió a esa y a emboscadas aún peores, la mayoría de ellas tendidas por su propia, retorcida egolatría. Triunfó en todo -en el periodismo, en la literatura, en la guerra, en el amor- y sobre todos. Conquistó la cima de la estética y paseó por las simas de la inmoralidad. La nación le concedió unánime el sobrenombre de Il Vate, y eso fue mucho antes de que Mussolini le otorgase el principado de Montevenoso después de haberle llamado, preso de admiración, «el Juan Bautista del fascismo», digno de los funerales de Estado que le organizó. Si bien el aludido, siendo diputado, prefería el sencillo título de «candidato de la belleza».
Bajito, alopécico y cargado de hombros, tuerto tras el accidente del avión que pilotaba, su voz y su palabra sobraron para domeñar a las masas como para rendir a mujeres de toda extracción, del palacio lampedusiano a la escena teatral. Con mechones de sus cabelleras -se decía- confeccionó el relleno de la almohada sobre la que reposaba todas las noches, después de beber buen vino de una copa -se decía- fabricada con el cráneo de una joven que se había suicidado por amor. Su nombre de pila era Gaetano Rapagnetta, pero el mundo lo conoció como Gabriele D’Annunzio (1863-1938). Satánica majestad, pero de veras.
De un molde entre Byron y Bonaparte, a D’Annunzio no le bastó con ser considerado el mejor poeta desde Dante: tuvo que ponerse al frente de 2.000 hombres, reconquistar Fiume a Croacia y fundar allí un estado protofascista, una especie de Síbaris o Nínive de orgías cotidianas con acentos marciales, saludos a la romana -él los recuperó- y uniformes luego imitados al por mayor. La editorial Fórcola ha publicado sus crónicas periodísticas y su correspondencia amorosa con Barbara Leoni: si, para muchos, las primeras fundan el género de la moderna crónica mundana, la segunda instituye el canon del amor fou, y quizá no ha sido superada como monumento de la literatura epistolar erótica.
Elogiado por Proust y Henry James, influido por Poe y Maupassant, Joyce sentenció que D’Annunzio fue el primero desde Flaubert en hacer avanzar el arte de la novela hacia territorios inexplorados: los propios de un decadentismo lleno de audacia y refinamiento, salvaje y sutil a la vez. Su magisterio sobre los ismos bohemios de media Europa (Valle-Inclán le robó con descaro) parece incalculable. Como Wilde, como Baudelaire, el discípulo italiano más aplicado de Nietzsche fue pronto consciente de que la moderna condición de artista exigía experimentar con la propia vida no menos que con las palabras: convertirse en materia de leyenda a despecho de toda convención. Se puso a ello con tal energía que sembró Italia de víctimas sentimentales.
La mayor de todas ellas se llamó Elvira Natalia Leoni, Barbara para su Ariel. Una bella romana de tez pálida y melena negra, enferma crónica por redondear mejor el arquetipo decadentista de la amada, cuyo bestial marido le había contagiado la gonorrea y cerraba con palizas las ofertas de reconciliación. De su infierno la rescata un D’Annunzio de 24 años, padre ya pero hastiado de su esposa, triunfador incipiente en Roma como cronista social de La Tribuna al modo de un Gambardella de la Belle Époque. No sospechaba Barbara que aquel periodista-poeta la conduciría a un infierno aún más lacerante, con puntuales espasmos de paraíso.
El lector no sale indemne del volumen que Fórcola, con soberbia traducción y prólogo de Amelia Pérez de Villar, ha titulado No dejaría nunca de escribirte. Primera enseñanza: la depravación moral es muy compatible con la excelsitud del lenguaje amoroso. Lo cual habla muy mal del amor, nos tememos, que lo aguanta todo, hasta lo peor. En D’Annunzio la pasión estética no se distingue del vicio, la belleza formal del sentir turbulento, la desgracia ajena del disfrute propio. Este epistolario de amor -«el más hermoso de todos los tiempos», afirmó Luigi Trompeo, y no hay poca competencia- exhibe la compatibilidad de Dorian Gray con su retrato. Del raudal lírico al cinismo subyacente, estas mil páginas adictivas van contorneando el rostro caníbal del amor-obsesión, esa pasión que acaba destruyendo a la víctima en las dulces fauces de su depredador. Y todo ello desde la prosa más tensa y precisa, exquisita y caliente con que un hombre puede confesar su deseo a una mujer.
El amor como enfermedad esteticista, pero como herida abierta también. Leoni fue para D’Annunzio un combustible literario, un laboratorio de emociones para sus heroínas de novela, pero él tampoco salió ileso. Salió convertido en monstruo, un superhombre de egoísmo que padeció durante la metamorfosis. Nos asomamos a la intrahistoria de un adulterio paroxístico, hacemos voyeurismo con la conciencia de un poeta superdotado cuya palpitación nos convida por momentos al perdón moral: logra conmovernos. Porque aquella relación fue histórica, duró cinco años en los que no pasaron más de tres días sin escribirse, salvo al final. Entre medias, todo oscila, como en cualquier relación legítima y estable, con toda su ciclotimia de sensaciones.
Frío, calor, fuego, chispa, melancolía, ruego, exhibición, la ruina económica que amarga el reproche… Todos los grados y las causas del sentimiento erótico están aquí. Las discusiones, las palizas del marido y los efectos del spleen, los abandonos, las reconciliaciones, la pobreza. Los intentos de suicidio como el de la esposa de D’Annunzio, a quien le importó mucho menos de lo que confesó a Barbara para impresionarla. Los coqueteos con el opio y el láudano. Las lunas de miel apasionadas en San Vito o Venecia. Los pormenores sexuales. Los retiros creativos que ella no entiende, celosa del arte. Las privaciones del servicio militar. Las deudas. Las dudas. Los celos torturantes.
Posesivo, misógino aunque fiado del juicio crítico de ella, insatisfecho hasta la histeria, narcisista desaforado, mentiroso genial. El mito de don Juan encarnando todos sus (d)efectos en la realidad. Toda la miseria del amor y toda su lujuria en párrafos donde el erotismo es pornografía velada por la metáfora, como cuando llama «rosa original» al órgano sexual femenino. Y siempre, siempre, la sombra de la fatalidad planeando sobre cada carta como una premisa del propio amor: «Te amo porque estás triste y sabes sufrir», le dice él. Porque si ella experimenta alguna alegría lejos de él, se pone celoso. Así cumple su papel la musa decadente. El campo semántico del libro no es el amor, sino la angustia; hasta que uno comprende que la ausencia es justamente el mayor aliciente de esta relación, y que quizá por eso se resiste el artista a formalizar ningún compromiso. No hay entre mil una sola carta del todo alegre. El poeta se despide a menudo diciendo cosas como «mido con la mía tu tristeza». La desgracia como razón de ser del affaire: esa es quizá la hazaña mayor del decadentismo.
Cabe leer el epistolario como una novela desgarradora, con un desenlace gradual. El tono se va secando, las sospechas se agigantan, el corazón de Barbara lucha por mantener su dignidad en medio de la maledicencia que se revela cierta: Gabriele ha dejado embarazada a una aristócrata con la que vive en Nápoles, pues necesita que lo mantenga. D’Annunzio le pide que le devuelva las cartas y todavía le suplica perdón. Pero ella comprende al fin que solo sobrevivirá arrancándose de los dominios del amante antropófago. Han vivido una pasión sin espíritu, sin entrega cuando ella -enferma- lo ha necesitado: han ardido en el goce sensual o en su negación. Se antoja una condena repugnante amar y ser amado así, por mucho prestigio de que aún goce el romanticismo. Los mecanismos psíquicos del chantaje emocional amoroso han vendido muchas novelas, pero su sola vivencia a través de estas cartas deja al lector exhausto y le hace desear el retorno del matrimonio de conveniencia. En la hoguera perpetua no hay lugar para la paz, para el amor sereno: todo es turbulento en la posesión y en la distancia, brutal, tremendista, dramático, agotador. Es droga, adición culebronesca, sed del binomio amor/dolor en proporciones exageradas. Una cosa paródica en tiempos de Tinder, cuyos saciados usuarios acaso se muestren estupefactos ante semejante tempestad emocional.
El estilo de D’Annunzio es un prodigio de tonalidad. El tomo entero es un manual sobre el manejo de la modulación, cada carta crea su propia atmósfera afectiva. No importa conocer el grado de sinceridad que mueve la mano. El corresponsal es consciente ante todo de estar elaborando un lenguaje amoroso para la posteridad. Pero el artificio, la estilización del ennui está tan lograda que no nos extraña que cada línea de fuego espontáneo o provocado prendiera en los ojos febriles de Elvira Natalia Leoni, prolongando su sumisión. Y ahorrándonos las consideraciones morales que un escritor nunca debería sufrir, ni siquiera D’Annunzio, reconocemos su talla de creador del idioma cuando informa del «batir de arterias» con que resume la expectación de un próximo encuentro. O cuando confiesa, en esa mezcla de platonismo y materialismo en que vive el decadentista, que «el ideal es el despiadado roedor de este hombre que tiene la sangre ardiendo de sensualidad». O cuando explica el estado en que lo ha sumido la marcha de la amada tras una noche de furioso placer: «Tus palabras, tus caricias, tus besos, tu risa, todas las emanaciones amorosas de tu ser han tejido en torno a mi alma una red en la que ahora me acuno melancólico».
Ya era difícil escribir del amor en 1890, y sin embargo el talento verbal de D’Annunzio cuaja fórmulas nuevas de decir te quiero, a caballo entre la sencillez y la originalidad, que solo rara vez cae en la grandilocuencia o en el tópico. La plenitud, la zozobra, la turbación que es capaz de comunicar al desencantado lector del siglo XXI este gran poeta, este loco infame, es la mayor de sus victorias.
Como buen dandi, al veinteañero D’Annunzio le disgustaba la «miserable fatiga cotidiana» a que lo ataba su contrato fijo con La Tribuna. El periodismo no era para él más que «literatura con minúscula», en el mejor de los casos una ocasión para seducir a una marquesa en una velada galante. Pero la influencia de sus crónicas sociales del fin de siglo ha sido tal que se le considera el primer cronista moderno del periodismo europeo. En las Crónicas romanas que edita Fórcola el autor no renuncia al ritmo modernista, a la prosa sensorial, al retrato femenino como ejercicio de estilo, al culteranismo en las citas, a esa atención proustiana al lujo y a lo aristocrático que son sus señas de identidad como reportero. Claro que tampoco se priva del humor y la crítica mordaz. La versatilidad es, desde D’Annunzio, otra exigencia del buen cronista, que lo mismo cubre un campeonato de esgrima que cataloga a las damas de la alta sociedad por la calidad de sus reverencias, cuenta una mañana primaveral en el Pincio, compone un tratado de lencería tolerable o deplora una demolición urbanística. Pero el dominio verbal y la vasta cultura no desaparecen jamás de su prosa.