José María de Loma / La Opinión de Málaga, 23 de junio de 2024
La cofradía de lectores y admiradores (una cosa lleva irremediablemente a la otra) de Julio Camba está de enhorabuena. Dos libros con textos del autor gallego llegan a las librerías: Se prohíbe hablar con el conductor (Fórcola) y París (Renacimiento).
Se prohíbe hablar con el conductor… contiene en realidad dos libros de recopilaciones de artículos que Camba preparó en 1945 con escritos de esos años publicados en ABC. Aquellos libros se titularon en su día ‘Esto, lo otro y lo de más allá’ y ‘Etc., etc.’ Como bien dice la propia editorial, aquellos títulos fueron poco afortunados; el de ahora es mucho más cambiano, cambista, sugerente, atinado.
En cuanto a París, el volumen recoge crónicas y columnas breves sobre y desde Francia y su capital escritos en 1909 y 1910 para el diario El Mundo. Este material estaba inédito y ha sido rescatado de las hemerotecas para mostrarnos a un joven descriptor de la realidad, ya conocido aunque no consagrado, que se ajusta a los hechos que ve y mira muy periodísticamente, pero que no renuncia a imprimir su sello personal, la marca de la casa: humor fino, ironía e inteligencia.
Dos momentos muy distintos para Camba (1884- 1962) en lo vital. En 1945 se hallaba en Portugal, deprimido, aburrido quizás, en plena madurez. Por insistencia de amigos y editores, y para mejorar su economía, accedió a seleccionar artículos de muy diverso signo aunque con la unidad que proporciona que todas las piezas tengan ingenio, perspicacia, buena escritura y agudeza. Las crónicas de París, sin embargo, son de un periodista veinteañero inquieto y vivaz en un mundo que aún no conocía las guerras mundiales y que había comenzado su carrera de corresponsal en 1908 cuando La Correspondencia de España, que había sido uno de los primeros diarios de España en modernizarse y profesionalizar el oficio de periodista, lo manda a Turquía a cubrir acontecimientos políticos. Fue a su regreso de aquel país cuando ingresa en El Mundo, que luego también lo enviaría a Londres. No sería hasta 1913 cuando comenzaría a escribir en ABC, periódico en el que, con algunas interrupciones (El Sol, Arriba, La Vanguardia, etc.) colaboraría el resto de su vida.
Aunque en los dos volúmenes que nos ocupan estamos ante Camba en estado puro, en París se nos dan a leer, además de crónicas, un conjunto de lo que los especialistas han llamado «media columna» en cuanto a su extensión. En efecto, muchas de las piezas son brevísimas, un asunto, una idea, un ejemplo, un enfoque singular. Sin embargo, en Se prohíbe hablar con el conductor estamos ante el cronista afamado y con experiencia, ya muy conocido y viajado, experimentado, refinado y con los sinsabores, de la Guerra Civil y la conflagración mundial. En cualquier caso, no hay un solo artículo de Camba que no nos aporte un estímulo y una sonrisa, una frase gloriosa y un punto de vista singular. Resisten el paso del tiempo porque no se pontifica ni se abusa de nombres de la época o asuntos coyunturales y por el hecho de que, en el fondo, el tema de Camba es la vida con sus pequeños detalles, las costumbres y pasiones y la perplejidad que puede proporcionar todo hecho. Incluso rutinario. Desde la contemplación del mar a la manera de comer sopa. Por qué ponen un cartel diciendo se prohíbe poner carteles: eso sí que es un asunto universal y no perecedero. A Camba le preocupa. Ese o por qué la gente se enamora.
Nada escapa a sus ojos. Nada que él no quiera que escape («donde otros ven el mar yo veo un asunto para la columna»); ocupándose así de los cigarrillos franceses, de por qué los españoles andan más despacio, de ese «pelmazo interior», esa voz de la conciencia que no deja de lacerarnos, acerca de las ventajas que tienen los pobres sobre los ricos o sobre las costumbres gastronómicas. Camba es un observador tenaz que pasa la realidad por el tamiz de su mirada para devolvernos lo que ve mejorado, ironizado, cocinado intelectualmente. Con gracia y humor. Pese a que, como cuenta el escritor y filósofo Ricardo Álamo en el prólogo de París, nunca se considerara «humorista». Si quieres ser mi amigo no me llame humorista, le dijo Camba a César González Ruano una vez. Un Ruano que escribió un memorable obituario sobre Camba y que atinó a retratarlo como una persona huraña, un tanto egoísta, solitaria y con tendencia a que todo le importara nada. Exceptuando quizás el buen comer. Y «pasar el rato».
La edición, anotación y prólogo de Se prohíbe hablar con el conductor corresponde al escritor y editor Javier Jiménez, que enmarca muy bien el contexto y la génesis de estos textos y del cambismo. Y es este un magnífico libro para iniciarse en la lectura de Camba, ya está ahí en su plenitud, en su carácter y mismidad, con su experiencia vital y política, con su socarronería y su prosa sin alardes, lo cual es un alarde de talento frente a la pedantería, frente a la prosa oscura y frente a la contundencia o la ridícula solemnidad. Julio Camba, un ingenio exhumado y muy vivo ahora.