Los naipes de Delphine

Laura Giordan / Revista Nayagua, octubre de 2023

«Esas bisagras que abren puertas entre los mundos»

Delphine, protagonista de la película El rayo verde (1986) de Èric Rohmer, es una joven parisina a la que su compañera de vacaciones cancela el viaje que planeaban realizar juntas, quedándose sin plan para sus días de verano. Este acontecimiento desencadena en ella un gran desasosiego: se encuentra sola y no acaba de sentirse bien con nadie. Deambula por casas ajenas y experimenta un desencaje primordial, una dificultad para encontrar su lugar en un mundo donde la sensibilidad de la mayoría parece necrosarse sin remedio.

La poeta adopta la identidad de Delphine, pero no del todo, pues una porción de ella –y de todas sus identidades– observa la escena desde otra perspectiva. No olvidemos que, en toda baraja, además de la dimensión oracular, se despliega fundamentalmente una dimensión lúdica, una invitación al juego de la vida con sus comodines y ases para sortear tiradas adversas. Hay una suerte de azar poético al que los surrealistas apelaron como puntal creativo que va tejiendo la estructura de este libro singular a través del hallazgo de cada naipe. O expresado con mayor precisión: a través de cada naipe que sale al encuentro de Delphine. Y este hecho señala claramente una postura ante la escritura (y la propia vida) donde lo programático no lleva las riendas del proceso creativo.

Recorriendo la prolífica obra de Esther Ramón (Los naipes de Delphine) , podemos afirmar que estamos ante una escritura orgánica, «ambarina», cuya producción no puede predecirse o ser planificada, sino que brota como sustancia excedente. También el lenguaje poético sería esa sustancia emanada del lenguaje ordinario, ese «cuerpo extraño» en palabras de Olvido García Valdés, que ya no pertenece del todo al organismo del que fue expulsado. La resina quiebra la corteza para asomar y los árboles la producen como una protección contra enfermedades y ataques de insectos, bacterias u hongos. También en las familias, para garantizar el funcionamiento del sistema, algún miembro ha de fracturarse de algún modo para que la presión del árbol familiar, del linaje, encuentre salida.

Con el paso del tiempo, esta resina se va endureciendo hasta convertirse en ámbar, cuyo nombre proviene del árabe y que significa «lo que flota en el mar», así «como aquella rama desprendida del árbol, todavía verde, que cayó al mar durante la tormenta y no sabe qué es, si pez o barco, ni a dónde pertenece» (p. 48).

Estos excedentes de sentido materializados en cada carta van configurando el proceso de escritura y, a su vez, la propia vida hasta que ambas se vuelven inseparables. Para comprender mejor esta relación significativa entre la aparición de cada naipe y lo que acontece, quizás debamos apelar al concepto de sincronicidad formulado por Carl Gustav Jung. Para el psiquiatra suizo, la sincronicidad sería la coincidencia temporal de dos (o más) acontecimientos relacionados entre sí de una manera no causal y cuya carga de significado es idéntica o similar. Se trataría de una reunión en el tiempo, de simultaneidad. Como leemos en el naipe III, «el cuervo es el guardián de la sincronicidad, un maestro en doblar y doblar el tiempo y el espacio» (p. 19).

Una sincronicidad parece abolir la separación entre las nociones de adentro y afuera, poniendo de manifiesto ese continuum sutil entre nuestra subjetividad y el mundo objetivo. Esta demolición de las fronteras que separan nuestro mundo interior y la realidad manifestada es lo que la poesía y todo arte ponen en juego, haciendo anegables las compuertas de la percepción del que en su ceguera afirma: «hasta aquí, yo y desde aquí, el mundo». Porque, qué es la poesía, sino ese diálogo extendido entre nuestra subjetividad y todo lo que existe, ¿afuera?

Afuera acontece un devenir ligado a ese movimiento interior; en ese sentido, cada carta podría ser –como en el cuento de Hansel y Gretel– una miguita luminosa que nuestro propio ser ha dejado caer para señalar el camino de vuelta, a modo de recordatorio. Hay que señalar el rol fundamental que lo simbólico juega en estas experiencias: estaríamos ante lo que Nietzsche llamaba un «azar lleno de sentido». La protagonista va encontrando fragmentos de sí misma en forma de símbolos, llega el mensaje necesario en cada momento y hay que ser capaz de leer entre líneas en un naipe cuyo destino más probable es ser pisoteado por los viandantes presurosos. Hay que tener ojos para ver: la mirada poética ilumina esas áreas que portan mensajes para nosotros y crea vínculos con lo «otro».

Unas manos invisibles parecen barajar los eventos más significativos de nuestras vidas en un orden a-causal que a veces nos da consuelo y otras, inquietud y remoción de las heridas de antaño. Estamos frente a un universo escritural pleno de conexiones y sentidos, coherente en sí mismo. Pero no hay un destino o fatum; sino creación abierta porque «nada está escrito y si lo está, las letras siempre se mueven dentro del libro, como dientes de leche en una boca infantil» (p. 27). Más que escenario de una infinita cadena de causas y efectos, el mundo parece estar cubierto con un velo que puede ser rasgado al modo de «Flammarion», grabado aparecido en el libro L’Atmosphere: Météorologie Populaire (1888) de Camille Flammarion. En él podemos ver a un hombre arrodillado que parece descorrer una especie de cortina que separa el mundo que le rodea de la totalidad del universo. Dar la vuelta a cada carta opera como ese gesto de destapar, desvelar el significado que conecta todos los acontecimientos, pero a cuyo diseño total o trama no podemos acceder: «Es él, lo está haciendo él, ahora lo veo, lo entiendo todo» (p. 49).

Cada naipe es portador de un símbolo que trabaja a modo de antakarana, término sánscrito que hace referencia a la conexión que existe entre cielo y tierra, espíritu y cuerpo y que tiene el potencial de punzarnos y conmovernos. De producir ese punctum mencionado en el naipe IX que recoge las palabras de Roland Barthes sobre aquello que nos conmueve de una fotografía, «ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)» (p. 37).

Naipes, entonces, como bisagras que unen esas dimensiones que aparecen a nuestra percepción como desvinculadas. Una percepción trizada porque estamos fracturados de partida, como nos recuerda ese primer naipe que nos habla del exilio del cuerpo que sucede en la infancia a través de un acontecimiento traumático. El trauma sigue operando en un tiempo que nos congela, como insectos atrapados en ámbar. Daños tempranos que nos desalojan del cuerpo, del presente y del mundo como matriz amable hasta sentir que «un animal lleno de polvo, la jineta o hurón disecado de la infancia, sigue clavando los dientes en una presa imaginaria, que siempre alguien, en el último momento, le arrebata» (p. 15).

Ese daño primero nos mantiene de alguna manera inmovilizados, clavados al dolor sobre el que hemos edificado incluso nuestra manera de amar, nuestras elecciones afectivas. Esto se manifiesta claramente en el naipe X, la herida, que narra el encuentro con el faquir y su cama de clavos: «porque su mirada seguía prendida de la herida primera, esa que tendemos siempre a repetir» (p. 42).

Sí, «el amor duele porque entra por la herida» (p. 42). En este sentido, toda escritura procede de la herida como exudación que es respuesta al daño. Pero también custodia la posibilidad de su sanación, de restañar dicha herida de la que mana, como Quirón, el sanador herido de la mitología clásica.

El vendaje que nos protege, también nos separa de los demás y nos atrapa en una identidad. La escritura de Esther Ramón no nos lleva por un camino unívoco, sino que se desdobla, prolifera en otras identidades, jaquea la tirada original con cartas que saca de la manga como portales alternativos.

Así, el yo es multiverso abierto y en construcción permanente a través del sentido que otorgamos a los acontecimientos. Es un libro que dinamita la idea de un yo esencial o permanente, hay una humanidad compartida que rasga ese celofán que nos hace percibir como seres aislados.

Porque, como nos recuerda la autora en el naipe XXXI, «lo sepamos o no, pertenecemos al jardín de las mariposas manchadas, y si nos encierran o nos encerramos, golpearemos como lluvia menuda los cristales para ponernos al alcance de aquellos que nos aman» (p. 106).

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