Malditos, rebeldes, indeseables

Escultura de Perseo, de Benvenuto Cellini, en la Piazza della Signoria de Florencia.

«¿Qué me importan ahora los ruidos del mundo y los ruidos del estudio? ¿Qué me importan esos a los que la pereza y la languidez encorvan a mi lado?»

Arthur Rimbaud, Un corazón bajo una sotana

De vuelta. Los regresos adolecen de una doble penitencia: por una lado, la de la añoranza de los paraísos disfrutados, ahora perdidos; por otro, la obligación de hacer memoria, dar cuenta de lo vivido, como último recurso para hacerse cargo de las implicaciones, densidades y coloraturas, en este caso, de lo visto y leído.

A primeros de agosto, una mañana calurosa, me vi por fin ante una de mis obsesiones desde hace años: retador, o más bien contemplando con displicencia el movimiento de turistas que a sus pies desfilan todos los veranos, el Perseo se me aparece como algo irreal, pero con un intenso poder que atrae mi mirada (Perseo convertido en la Medusa cuya cabeza cortada sujeta con su siniestra) y me impide restarle la más mínima atención. Mi primera noticia de Benvenuto Cellini me vino hace años de la lectura de los textos autobiográficos y los ensayos de Salvador Dalí, otro artista maldito, rebelde, indeseable. Cellini, al igual que siglos después el escritor y pintor ampurdanés, convirtió su propia vida en materia literaria en un libro, Vida, cuyas amenas y divertidas páginas he devorado estas semanas y recomiendo encarecidamente. Una vida de aventurero, pendenciero, espadachín irascible que como artista se codea con Miguel Ángel y Rafael en la Roma del Saco y la Florencia de los Medicis. En agosto de 1545, leo en una de sus páginas más fanfarronas, en conversación privada, Cósimo Medici se dirige a él con estas palabras: «Si quieres hacer algo para mí, te haré tales agasajos que tal vez quedarás maravillado, con tal que tus obras me gusten, de lo cual no dudo en absoluto». La obra en cuestión será precisamente un Perseo. La respuesta de Cellini no se hace esperar; arrogante, él mismo anota: «Encantado, me puse a hacer dicho modelo y en pocas semanas lo tuve listo, bastante bien acabado; estaba hecho con sumo cuidado y arte». Más de quinientos años después he tenido ocasión de constatarlo, y disfrutarlo, en uno de mis paseos por la Piazza della Signoria.

Leyendo en la Piazza della Signoria

Esa tarde la dediqué a cruzar el Arno, primero por el inevitable Ponte Vecchio, y más tarde de nuevo por el más prosaico Ponte delle Grazie (lleno de extraños amasijos de candados), encaminando mis pasos por la Vía de’ Benci, en dirección a la Basílica de Santa Croce. El folleto que acompaña la audio-guía que alquilé, para abordar la visita con ciertas garantías de comprender algo más que lo que me decía la nefasta guía en papel que compré en Madrid, sombrea en gris las capillas numeradas del 38 al 43, como zonas restringidas al público y reservadas para la oración, algo que en la propia basílica se constata por un cordón rojo que impide el paso. Mi objetivo era visitar la capilla numerada con el 41, localizada en el extremo nordeste de la nave. Una vez sorteado el cordón, y tras subir una pequeña escalera, pude por fin cumplir la segunda de mis obsesiones florentinas.  La Capella Niccolini, y en concreto las Sibilas de Volterrano, cautivaron de tal forma a Stendhal (rebelde y ciertamente indeseable para muchos de sus coetáneos), el 22 enero 1817, que, como él mismo nos cuenta en su Roma, Nápoles, Florencia, «al salir de Santa Croce sentí palpitar mi corazón, eso que en Berlín llaman nervios; la vida estaba agotada en mí y andaba con temor de caerme».

Fachada a poniente de la Basilica de Santa Croce

El «síndrome de Stendhal» está desde entonces asociado a una ciudad que finalmente pude contemplar, a la caída del Sol, en toda su belleza, desde las vistas privilegiadas del mirador de Michelangelo, mientras abordaba la lectura del libro de Enrique Vila-Matas. En París no se acaba nunca, un juego de fina ironía donde el autor seduce con su juego autobiográfico, entre la ficción y el ensayo fragmentado, a la manera de Robert Walser, Sebald o Magris, leo con premeditación: «Sólo quería ser un escritor maldito, el más elegante de los desesperados». Vila-Matas menciona entonces a Hölderlin, Nietzsche, Mallarmé y al que denomina «panteón negro de la literatura»: Lautréamont, Sade, Jarry, Artaud, Roussel y, claro, Rimbaud, escritor maldito donde los haya, del que Fórcola acaba de publicar una nueva versión, a cargo de Mauro Armiño, de Un corazón bajo una sotana.

Un corazón bajo una sotana- Arthur Rimbaud

Preparando las notas para el dossier de este juguete pseudoautobiográfico que el escolar Rimbaud escribió cuando apenas contaba quince o dieciséis años, la lectura de Vila-Matas me puso tras la pista de las páginas que Henry Miller escribió («con auténtico ardor y fe», según la carta que Anaïs Nin le envío en otoño de 1946 [ver Correspondencia 1932-1953, publicada por Siruela bajo el título de Una pasión literaria]) sobre vida y la obra del poeta francés. Vila-Matas: «Di con un libro que decidí que tenía conexiones con mi bohemia vida: El tiempo de los asesinos, de Henry Miller, una biografía de Rimbaud y al mismo tiempo una evocación sobre los años en que Miller fue pobre y feliz en París».

Gracias a Vila-Matas, el libro de Miller me ha desvelado estas semanas pasadas, como ningún otro, la compleja personalidad de este muchacho que incluso antes de introducirse en los círculos intelectuales del París previo a la Comuna, es capaz de escribir de esa forma descarnada, insolente, obscena o desmitificadora de la poesía romántica, convirtiéndole en personaje indeseable, aunque fascinante, para familiares, profesores o compañeros.

La primera alusión a este texto aparece en una carta de Verlaine a su editor Léon Vannier quien, como nos informa Enid Starkie (en Rimbaud), publicó con prólogo del propio Verlaine la primera edición de las Iluminations en forma de libro. Aunque el texto es de 1870, «el primer conocimiento impreso del texto se produce como respuesta a la operación hagiográfica de convertir al «místico en estado salvaje», según Claudel, en católico converso» (nos dice Mauro Armiño en el Prólogo), y no será publicado hasta 1924, por los surrealistas A. Breton y L. Aragon, después de muchas dudas sobre su paternidad. Pero como la propia Starkie afirma, «resulta difícil creer que hubiera por entonces en Charleville otra persona capaz de escribir con ese estilo».

Las palabras que Miller dedica a Rimbaud no pueden ser más contundentes, y que podemos seguir haciendo nuestras sus actuales lectores: «Vivimos enteramente en el pasado, nutridos de pensamientos muertos, de credos muertos, de ciencias muertas. Es el pasado, no el futuro, lo que nos devora. [En cambio] el futuro siempre ha pertenecido y seguirá perteneciendo al poeta… Rimbaud está más vivo que nunca, y el futuro le pertenece… aunque no haya futuro». El joven Rimbaud, un «fanático», «absolutamente moderno», arremete contra las quimeras pasadas de moda, contra fetiches y supersticiones, creencias y dogmas, y sobre todo, en palabras de Miller, contra la «ñoñería de que está compuesta nuestra tan cacareada civilización». Y aún así, a pesar de la brevedad de su carrera literaria, Rimbaud sigue siendo inagotable, «todo lo que [se] diga de él será siempre un balbuceo, apenas una aproximación, a lo sumo un aperçu».

De Rimbaud se ha dicho y se sigue diciendo mucho, muchas veces contradictorio, como él mismo, y su persona y su obra sigue siendo reivindicado por todos los bandos. En su momento, nos explica Mauro Armiño, «Claudel y la familia Rimbaud trataban de convertir al poeta en una oveja descarriada que retorna al cristianismo y a los valores tradicionales». Sin embargo, Rimbaud, figura demoníaca (como lo fueron Blake, Nerval, Kierkegaard, Lautréamont, Strindberg, Nietzsche o Dostoievski) es, en palabras de Javier del Prado, «la encarnación purísima del hombre rebelde»: confuso, contradictorio, compulsivo, inconsecuente, insurrecto «cuya insurrección no cristaliza», y así, «ni místico salvaje, ni panteísta, ni nuevo converso».

La nueva edición de esta obra que ahora presentamos, aparte de posibles polémicas, pretende arrojar luz sobre un texto «clave y de claves, cuyas sombras ayudan a la comprensión de buena parte de la obra más agresiva de Arthur Rimbaud, e incluso de su postura vital frente a la poesía y quizá de su abandono definitivo».

Rimbaud_Stefano_Bianchetti

La foto que hemos elegido para ilustrar el interior del texto es el retrato que Étienne Carjat le hizo en París en diciembre de 1871. Por esas fechas, Verlaine y Rimbaud frecuentaban el grupo de los «Vilains Bonshommes», que estaba compuesto en sus inicios por Léon Valade, Albert Mérat, Charles Cros y sus hermanos  Henry y Antoine, Camille Pelletan, Émile Blémont, Ernest d’Hervilly y Jean Aicard. Más tarde se unieron al grupo los pintores  Fantin-Latour (el del famoso cuadro) y Michel Eudes de l’Hay, el escritor Paul Bourget, el propio Carjat, los caricaturistas André Gill y Félix Régamey, los poetas Parnasianos, Léon Dierx, Catulle Mendès, Théodore de Banville y François Coppée.

Una noche, a la salida del café del teatro del Bovino, donde se reunía el grupo, un Rimbaud borracho que no dejaba de gritar «mierda» a los versos recitados por Jean Aicard, fue reprendido por Carjat, quien le amenazó con darle una bofetada si no se callaba. El indeseable Rimbaud desenvainó el bastón-espada de Verlaine y se lanzó sobre él con la intención de atravesarlo; los demás lograron desarmarle y Carjat salió del encuentro nada más que con unos cuantos arañazos. El mandoble le costó a Rimbaud su expulsión de los círculos literarios de París.

3 comentarios en “Malditos, rebeldes, indeseables”

  1. Lo de los candados del puente viene del fenómeno editorial de la segunda novela de Federico Moccia, Ho voglia di te, donde los protagonistas sellan su amor colocando un candado en el puente Milvio, sobre el Tíber, en Roma. Desde entonces, la costumbre se ha extendido por todo el mundo y los candados han puesto en peligro muchas estructuras: http://www.tcalo.com/index.php/guia-turistica-de-roma-ponte-milvio-candados-del-amor-ho-voglia-di-te.htm
    Saludos.

  2. Me ha emocionado su crónica. Viví en Via dei Benci algún tiempo, en la primera manzana junto al río. Había un café, Le Colonnine, en el chaflán de Benci 6 con Borgo Santa Croce, donde estudiaba. Aún guardo un azucarillo. No sé si el café sigue ahí… entonces no había candados en el Ponte alle Grazie. Leeré a Rimbaud.

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