José María Sánchez Galera / El Debate 6 de abril de 2024
La historia de Roma está repleta de emperadores que han pasado a la posteridad –aunque sea con cierta caricatura– como ejemplos tanto de lo mejor como de lo peor. Depravación y magnanimidad, despilfarro y mesura, vesania y compasión. En cierto modo, puede asumirse entre los especialistas el consenso de que el siglo II fue la época de mayor esplendor del Imperio. Es el siglo de una dinastía de origen hispánico a la que, de manera impropia, se conoce como Antonina, aunque más bien debe llamársela Ulpio-Elia. Si bien se puede hablar de Nerva como el primero de esta estirpe, en realidad cabe definir su breve reinado –año y medio apenas– como etapa de transición. Sin ninguna relación familiar, adoptó como sucesor a Trajano muy pocos meses antes de morir. Y es Trajano, nacido en España, el que inicia esta dinastía, marcada por el parentesco, aunque sólo en una ocasión un césar será hijo del anterior. Hablamos del último miembro de la dinastía, de Cómodo.
Precisamente Cómodo es a quien corresponde cargar con las culpas de sus errores propios, y también de la dejadez de sus predecesores en ciertas tareas de gobierno. En el siglo II se conquista Dacia –que se corresponde, a grandes rasgos, con la actual Rumania– y también Mesopotamia –si bien poco dura ahí la soberanía romana–, pero, al cabo de unas décadas, se han de construir dos muros defensivos en Britania que, en cierto modo, aún siguen marcando la frontera entre Inglaterra y Escocia. Recordemos, asimismo, las epidemias padecidas durante el reinado de Marco Aurelio. En todo caso, al subrayar los vicios de Cómodo, se ensalzan las virtudes de Trajano, de Antonio Pío y, de forma especial, de Marco Aurelio-Hadriano (Adriano, escribimos en español) mantuvo un reinado de ciertas tiranteces con el Senado, de modo que no descuella como Trajano (tío abuelo de su esposa), ni como Antonino Pío (marido de la hija de la hermanastra de su esposa).
Como señala en este libro Ignacio Pajón, profesor en la Universidad Complutense de Madrid, la figura de Marco Aurelio ha ido superando los contornos concretos de la persona y se ha ido convirtiendo, en ocasiones, en un arquetipo: El emperador filósofo. Modelo de templanza, de estoicismo sereno y de clemencia. De manera que, como él mismo insiste, no es este libro una biografía sobre Marco Aurelio, sino una aproximación al retrato que de este césar se ha ido forjando en la literatura, la pintura y las demás artes. Aunque no cita a Jorge Manrique –en las Coplas a la muerte de su padre aparece Marco Aurelio dentro del elenco de egregios varones de la Antigüedad–, sí analiza la obra de varios escritores españoles desde el siglo XVI hasta nuestros días, acompañados de Maquiavelo, de Marguerite Yourcenar e incluso del cómic japonés.
Pajón analiza con gusto y con detalles de sumo interés un lienzo de Delacroix, la estatua ecuestre del emperador y la tortuosa historia de la columna que domina hoy una plaza romana a la que da nombre: Piazza Colonna. Es una estatua que celebra los triunfos militares de Marco Aurelio y que –en esto incide muy poco Pajón– muestra una gran continuidad con la columna trajana que ensalza la victoria del hispano y sus legiones en Dacia. Una estatua –la del sucesor de Antonino Pío– que hoy luce emblemas erróneos y que fue erigida por indicación de Cómodo. Por otro lado, Pajón diserta sobre la relación simbólica entre la barba y el filósofo –en un sentido genérico– que, en el caso de Marco Aurelio, se identifica con muchos más matices de los aparentes. Asimismo, el libro desgrana las dos grandes películas en que Marco Aurelio aparece como personaje relevante: La caída del Imperio Romano (Anthony Mann, 1964), con un Alec Guinness esplendoroso; y Gladiator (Ridley Scott, 2000), en la que el césar es ahora un hombre dubitativo con unas ideas políticas alejadas de lo que sus escritos íntimos —cartas y, sobre todo, sus «anotaciones personales», que suelen editarse en nuestros días con el título Meditaciones— dan a entender.
En conjunto, este libro supone una jugosa aportación a quién era Marco Aurelio y cómo hemos querido verlo. En varias páginas, como en las 13–16, explica con agudo acierto la mentalidad antigua, y más concreta la estoica, acerca de qué es la razón o logos. Un enfoque distinto del que ha adoptado la Modernidad. En todo caso, hay que leer el libro con la advertencia del autor: no es esta biografía ni una exposición de las doctrinas de Marco Aurelio. Por eso hay notables ausencias: apenas se alude al carácter hispánico de aquella dinastía —el propio abuelo de Marco Aurelio era cordobés—, no se inspeccionan con el necesario espesor aspectos muy cruciales del pensamiento de este césar —lo religioso, su fe en la Providencia, por ejemplo—, e incluso se despacha de manera muy displicente la ubicación española del rodaje de excelsas superproducciones como El Cid o La caída del Imperio romano —a las que se suman Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago, entre muchas otras.