Por Amelia Pérez de Villar
“María Antonieta no era ni la gran santa del monarquismo, ni la perdida, ni la grue, de la Revolución, sino un carácter de tipo medio: una mujer en realidad vulgar; ni demasiado inteligente ni demasiado necia; ni fuego ni hielo […]; sin afición hacia lo demoníaco ni voluntad de heroísmo, y, por tanto, a primera vista, apenas personaje de tragedia”.
Con estas palabras de Stefan Zweig se cierra la edición que acaba de publicar Fórcola de la correspondencia que María Antonieta mantuvo con su madre, María Teresa de Austria, titulada Consejos maternales a una reina. Yo he querido colocarlas al principio: resulta verdaderamente llamativo que uno de los personajes más afamados del papel couché europeo (de haber existido el papel couché en aquellos tiempos, en lugar de los retratos de cuerpo entero pintados al óleo) junto, probablemente, a la Emperatriz Sissi, sea ese que nos presenta Zweig. No pretendo con esto asustar a nadie, sino todo lo contrario: porque una vez finalizada la lectura, incluidas las palabras del gran biógrafo y la anotación sobre la fecha de impresión (21 de enero, aniversario de la ejecución del rey), uno siente esa mezcla de alivio infinito que da enfrentarse a un personaje intocable y descubrir que no era para tanto a la vez que, comprobada su humanidad, lo sentimos engrandecerse en nuestro imaginario.
Sissi y Maria Antonieta han ocupado muchas horas de lectura y televisión de mi niñez. Quién se resiste a esos palacios inmensos, a esos trajes impresionantes, a esos peinados imposibles. Pocas lo hacen. Ambas fueron las antecesoras de las grandes divas del cine de la Época Dorada, muy especialmente de Grace Kelly que reunió en su persona lo más granado de ambas realidades: el glamour de los platós y el ceremonial de la realeza. La anécdota de María Antonieta pidiendo disculpas al verdugo por haberle pisado al subir al cadalso me convirtió, a pesar de mis múltiples defectos, en una persona educada de por vida, tan hondo me caló cuando me la contaron. Con estos antecedentes, la posibilidad de leer un epistolario, una colección de cartas que intercambiaron madre e hija, con cotilleos de primera mano, era un placer demasiado grande para dejarlo escapar. Y puedo decir que el libro superó ampliamente mis expectativas, no sólo por el prólogo de Blas Matamoro (al que se debe también la traducción y la selección de los textos, estupendos trabajos los tres), que constituye en sí mismo una lección de historia y ayudará a situarse a todos aquellos que, como es mi caso, no tengan claro cuál era el mapa de Europa en aquél momento: el mapa fijo y el móvil, porque en un tiempo tan plagado de matrimonios políticos, tratados, anexiones e invasiones, el paisaje cambiaba con rapidez. Desde la primera página, el libro es una sorpresa continua, empezando por la simpática presentación que Matamoro hace de los personajes (“A ella no le gustó el chico, con su aire distraído y su fama de misógino. A él no le gustó la chica: era pelirroja y hablaba mal francés”) y por el tono cercano con que nos ofrece el panorama político europeo; su selección de los textos contribuye, sin lugar a dudas, a que esa lectura que empieza componiéndose de piezas sueltas, parejas en extensión y de tono respetuoso, formal y distante, con pequeñas concesiones a la intimidad (casi siempre en forma de manifestaciones de afecto y respeto infinitos) acabe por ser una novela que se resiste a quedar aparcada en la mesa.
Tanto la Historia como la intrahistoria acaban por imprimir al conjunto un ritmo de narración en toda regla, con personajes principales y secundarios, escenarios diversos, sobreentendidos, elipsis y cambios de tono. Si alguien teme al aburrimiento, espero resultar disuasoria, porque no cabe en esta lectura. Expone además en espectacular crescendo el aspecto histórico, cuyos soportes son las guerras europeas y los gobiernos franceses, que van cambiando de mal a peor, junto a una línea argumental doméstica que comienza con las reprimendas de una madre toda rectitud hacia su hija de sólo 13 años.
Y aquí, como es natural, cabe todo: las lecturas, las amistades, el trato hacia “el novio” y la familia política ¿les suena todo esto? Pues aquí está: María Teresa de Austria dirigiéndose a su hija como “Señora e hija querida” y enmendándole la plana por los centímetros de altura que tiene su peinado, o pidiendo que le dé sus medidas para encargar trajes y corsés en Austria, porque allí se hacen con mayor sensatez que en París. El viejo dicho de “la mujer del César no sólo tiene que ser buena, sino parecerlo”, también aquí aparece en forma de regañina por los gastos y costumbres menos ortodoxos. Claro que, bien mirado, sobrecoge pensar que la muchacha tenía una edad en la que es difícil tener todo esto bajo control, por mucho que fueran otros tiempos.
Resulta encantadora la mezcla de recomendaciones, tanto en lo personal, incluso en lo más íntimo, como en lo político. A medida que avanza el relato, las primeras van cediendo terreno a la segundas, de forma directamente proporcional a la maduración psicológica de María Antonieta. El tono de la madre experimentada va cambiando, hasta llegar a tratar a la hija, ya soberana, de igual a igual. Cuando en el último tercio del libro, abatida por la inminente destrucción de Austria, de la familia y de tantas cosas en las que puso su fe y su esfuerzo, María Teresa se dirige a su hija, lo hace de un modo mucho más sereno, rayando a veces la resignación, presintiendo el final de sus fuerzas, pero sin ceder un ápice en sus principios.
En una carta del 17 de mayo de 1778 dice: “El porvenir no es risueño. Yo no viviré entonces pero mis queridos hijos y nietos, nuestra santa religión, nuestros buenos pueblos, sí que lo padecerán y mucho”. Se aprecia que sus fuerzas empiezan a flaquear, comienza a dar síntomas de enfermedad y cansancio, pero no se deja ganar por el desánimo: tiene que dejar este mundo con la tranquilidad de que en él se queda el heredero de Francia, que aún no ha llegado. El intercambio de cartas sobre las costumbres de crianza de bebés, y las diferencias y similitudes de un país a otro, no tienen precio. Y las perlas de sabiduría, intemporales y aplicables a un sinfín de situaciones menos regias, que pueblan cada página, tampoco.
La última carta del epistolario, de María Teresa a María Antonieta, está fechada el 3 de noviembre de 1780, cargada de lucidez y con el mismo pragmatismo y cariño que derrochan las restantes. Si se lee sabiendo que es la última, se aprecia cierta anticipación de final. Si nada se sabe, poco se intuye. Me dirán que he desvelado el misterio pero cuando giren la última página verán que no: la tensión argumental tiene tal fuerza que uno siente que, de pronto, le falta la otra mitad del libro). Murió el 29 de noviembre de 1780, sin conocer al heredero, varón, del que María Antonieta estaba ya en avanzado estado y que era su segunda criatura: por decirlo de manera simple, murió guerreando, reiterando los consejos de despacho y de alcoba con los que inició esta particular instrucción el día en que Marita partió para Francia. Después de educarla para ser reina y de cuidar su formación para que pudiera desenvolverse en el ambiente palaciego, la hizo desposar por poderes en Viena el día 19 de abril de 1770: nada en el mundo hay menos romántico y lucido que una boda por poderes, y sin embargo, esa fue la boda de María Antonieta, la que importó. El 16 de mayo del mismo año se produce la ceremonia presencial en Versalles: no hay una carta que lleve esa fecha, y en la siguiente, del 9 de julio, no se hace ninguna referencia a ella. Es como si hubiera sido un mero trámite, secundario en los planes de la reina viuda. Casados él con 15 y ella con 14 años, tardaron siete en consumar el matrimonio porque no sabían qué hacer.
El esposo, además, padecía fimosis: no se operaba porque no parecía necesario y algo de miedo debía tener a las consecuencias; al fin, se decidió a hacerlo. Y todo con dos países –al menos– esperando un heredero, en medio de un momento convulso que culminó con la Revolución Francesa y la caída del Antiguo Régimen y la monarquía absolutista, representada por ellos. Con todo esto, ¿a quién le importa que fuera vulgar o, como dice Blas Matamoro en su excelente prólogo, que no hubiera destacado nunca por sus luces?
Querida Amelia, te superas cada día.
Después de presentar el pérfil de una mujer que temeríamos tener cualquier mujer de nuestro tiempo, has logrado que el interés por el personaje vaya creciendo hasta salir corriendo a buscar el libro.
Gracias, a tí por la recomendación y a Fórcola por la edición. Un abrazo fuerte.
AURORA
Aurora, gracias por tu comentario. La virtud de Amelia es que como lectora entusiasta transmite entusiasmo. El libro, te lo aseguro, te gustará. Abrazos
Te agradezco la parte que me corresponde, Aurora, pero el mérito es de Fórcola, de Javier y de Blas Matamoro. A mí me entusiasmó el libro y espero haber plasmado aquí ese entusiasmo, como espero contagiarlo a quien lea la reseña. Un abrazo