Mi cuarto propio conectado

«Todas las habitaciones de mi vida

Me habrán estrangulado con sus paredes

Aquí los murmullos se ahogan

Los gritos se rompen»

Louis Aragon

La foto es reciente. Una foto más o menos hecha al azar, buscando un encuadre que permita ver parte de mi cuarto/estudio. Realmente la fotografía refleja más de lo que aparenta en un primer vistazo. En primer plano, una mesa de trabajo –primera pista, este cuarto propio no lo utilizo para dormir, sino para trabajar, y no por eso deja de ser tan propio, tan íntimo–, repleta de cosas múltiples (papeles, libros, material de papelería, de escritura, pantalla, impresoras, teclado, ratón…) con manifiesto desorden o atropello; es difícil hacerse un hueco en ella, por ejemplo para escribir, sobre todo, sirviéndome de pluma, bolígrafo o lápiz –cómo ha quedado desterrada de nuestros escritorios precisamente la escritura (de cartas, de diarios, de recetas de cocina, de testamentos, de poemas), sustituida por teclados permanentemente conectados a la Red–.

En segundo plano, parte de una biblioteca cada vez más abarrotada y necesitada de nuevos espacios por conquistar, como evidencia esa torre inestable que amenaza con un más que previsible derrumbe en breve tiempo. Lo prieto de sus estanterías, algunas sobrecargadas por el peso de dobles filas de libros, refleja la impotencia de un bibliópata que quiere tener a mano todos sus libros, tarea titánica y constantemente frustrada por la carencia de espacio (en metros cúbicos) y agravada por la enfermedad (bibliofrenia obsesiva compulsiva). Los libros invaden, en vertical y horizontal, este ángulo de la biblioteca, espacio abuhardillado (no se aprecia en la fotografía) que da cierto ambiente de caverna a mi cuarto propio (a diferencia del de Virginia Woolf, dotado de «ventanas sin cortinas» desde las que, aquella mañana del 26 de octubre de 1928, contemplaba cómo Londres «se estaba dando cuerda de nuevo»).

La papelera de la derecha, repleta ya, da testimonio de la preparación del último envío masivo para correos, con correspondencia y paquetes de libros destinados a prensa y otros medios. La máscara veneciana, a la derecha, no falta en un espacio dedicado por quien ahora escribe a la construcción, lenta y sin pausa, de este proyecto editorial de Fórcola. Aunque la foto no da más pistas, este es un espacio propio particular y concreto («los cuartos difieren tanto», matiza Woolf), que refleja la confluencia de lo privado y lo público, imbricados  e indisolubles ya, en mi actividad como editor.

De lo privado dan fe, además de la disposición muy personal y maniática de cada sección de la biblioteca, aderezada aquí y allá por objetos diversos a modo de decoración neurótica (tazas, postales intercaladas entre los libros, cachivaches, cañones metálicos, relojes –el paso del tiempo, la muerte–, cajas de té, soldados de plomo (en otras fotos)–, el desorden organizado de la propia mesa de trabajo, donde conviven con los papeles objetos-fetiche que me acompañan desde hace años (porta tarjetas, sacapuntas, bolígrafos…).

¿Dónde irrumpe lo público en un espacio tan aparentemente hermético y arcano, cueva o caverna reservado por el editor para «retirarse» del mundo? A la izquierda de la fotografía cobra vida propia, iluminando la mesa con luz artificial, la pantalla (ventana, espejo, puerta, bitácora, navegador…). Del espacio privado al ciber-espacio. En la era digital, leo en el último libro de Gilles Lipovetsky (La cultura-mundo), «se forma un universo descorporeizado, desensualizado, desrealizado: el de las pantallas y los contactos informáticos».

Cada mañana, cuando «subo» a mi cuarto propio («caverna en las alturas», «buhardilla-sótano», la dualidad del espacio también aquí), lo primero que hago es «conectarme», encender el ordenador, a modo de faro que debe iluminar mi singladura del día, bitácora que orientará mi trasiego editorial. La pantalla preside, pues, mi particular mundo («mundo de pantallas transformado en red-mundo por Internet»); matiza Lipovetsky cómo el homo sapiens «se ha vuelto homo pantalicus: hoy nace, vive, trabaja, ama, se divierte, viaja, envejece y muere rodeado de pantallas».

De esta dualidad del cuarto propio conectado, la habitación propia como espacio privado y a la vez conectado al espacio público a través de la Red, da cuenta el libro de Remedios Zafra, último ensayo que he publicado en la colección Señales. Este «mi cuarto propio conectado» (apenas intuido en la fotografía) es un territorio vacilante e híbrido, «pura potencia»; llego a él habiéndome distanciado antes del mundo doméstico (en mi caso, subiendo una escalera que separa «mi casa» de «mi trabajo»), y entro y salgo de él como un lugar fluido, flexible, en el que habito de diversas maneras. Un espacio del que me puedo apropiar críticamente, reordenando su valor y su significado, que implica un entramado relacional paradójico (en tanto que marco una distancia respecto al resto de la casa) y que me invita a estructurarlo y distribuirlo críticamente (como el cuarto propio de Woolf), pero que, vehiculado por la pantalla, amplifica su potencia subversiva como cuarto propio conectado.

9788415174011

Os recomiendo la lectura del ensayo de Remedios Zafra, que desde planteamientos antropológicos rigurosos, reflexiona sobre la redefinición de la privacidad, de las ambiguas relaciones entre lo público y lo privado con la irrupción de Internet y las redes sociales, sobre la reconfiguración de nuestro imaginario y nuestra propia identidad en el ciberespacio, sobre cómo  gestionamos y construimos nuestra propia imagen y personalidad sentados delante de una pantalla en nuestro cuarto propio.

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