Félix de Azúa/ Scherzo, abril de 2023
Esta es, pues la historia de un hombre devorado por una pasión y todo lo que nos cuenta es apasionante porque la música no está necesariamente donde se la espera
Si alguien es aficionado a los caballos bien hará leyendo a Savater, y si es más del ajedrez entonces a Nabokov. Quiero decir que son los grandes amantes los que mejor pueden hablar del amor. Así que, si es usted de la música, entonces lea el último Russomanno, La musa al oído (Fórcola). En este maravilloso viaje personal el lector descubrirá que la música no sólo se puede oír, también se puede ver y de ese modo completa su título anterior, La música invisible.
Cuando Russomanno tenía once años oyó el sonido de un violín sin saber que era el de Oistrakh, pero se sintió atrapado como los marineros por las sirenas: podía vivir en la sonoridad de Oistrakh y “moverme por sus vericuetos, escalar sus alturas, sumergirme en sus profundidades, sentirme parte de él”, era una Alicia a través del espejo sonoro. Ya nunca salió de ese espacio. Cuando mucho más tarde descubrió los nombres de los compositores pudo añadir: “me habría gustado vivir mi vida de la misma manera que Oistrakh tocaba el concierto para violín de Beethoven”.
Esta es, pues la historia de un hombre devorado por una pasión y todo lo que nos cuenta es apasionante porque la música no está necesariamente donde se la espera: “el cielo estrellado se me ofreció como la representación más fidedigna de la cara invisible de la música”. ¡La cara invisible! Lo cual quiere decir que hay una música visible. Así que, efectivamente: “las montañas son partituras a cielo abierto, donde volúmenes y texturas, rugosidades y ondulaciones, modulaciones y contrastes, actúan con la contundente evidencia y esencialidad que la piedra otorga”. Y trae como prueba incontestable el conjunto de notas que Janácek anotó en 1921 para describir las cascadas Kolbach.
La tierra toda es música, pero un apasionado como Russomanno oye la música en cualquier parte. Hay un delicioso capítulo dedicado a las bellas cubiertas de los vinilos, con especial atención al monte Cervino que ilustra un Strauss de DG. La música de la Sinfonía Alpina comienza a sonar desde la portada misma.
Ir de la mano con el autor por el inmenso ámbito de los sonidos es una excursión a las mayores cimas sonoras. Por esta razón lo mejor de la lectura de La musa al oído es la enorme cantidad de sugerencias que van apareciendo y que en el curso de la lectura nos levantan del sillón para precipitarnos a la discoteca en busca de ese ejemplo, ese comentario, ese detalle que el entusiasta nos quiere comunicar. Así compartimos la grabación de Pogorelich del Intermezzo Op.118 nº2 de Brahms, los Tres movimientos de Petruchka de Stravinski en la versión de Pollini, el Homenaje a Debussy de Falla, Nidi de Donatoni (¡este no lo tenía y hube de encargarlo por internet!), los Responsorios para la Semana Santa de Gesualdo, y así varias decenas de tentaciones en las que es bueno caer con gritos de júbilo.
En ocasiones dudamos un momento, como con el recital de shakuhachi, la flauta de bambú japonesa, por K¯ohachiro Miyata (“el Oistrakh del shakuhachi”), pero sólo es un momento y en seguida corremos a pedir el disco sin dudarlo más porque a los apasionados hay que seguirlos hasta el final. Es el recorrido completo lo que nos da una idea aproximada de cómo se vive, no con música o de la música, sino en el interior, en la madriguera de la música. ¶