«El monstruo todavía subsiste: todo el que busque la verdad correrá el riesgo de ser perseguido. ¿Hay que permanecer de brazos cruzados en las tinieblas? ¿O hay que encender una antorcha en la que la envidia y la calumnia vuelvan a encender sus hachones? Por lo que a mí respecta, creo que la verdad no debe seguir ocultándose ante estos monstruos, de la misma forma que no debe abstenerse uno de tomar alimentos por temor a ser envenenado.»
Los años sesenta del siglo XVIII son testigo de polémicas, desgarramientos y nuevas esperanzas en la cultura francesa, y además de la aparición de los textos del Voltaire más radical. Si en los años treinta Voltaire hubo de huir de París perseguido por la autoridad, acusado de defender la tolerancia religiosa frente al fanatismo dogmático, ya en los años cincuenta, también tuvo que huir de Berlín a pesar de haber gozado de los honores académicos y del favor de Federico II. A partir de 1755 contempló el panorama parisino desde su retiro suizo de Ferney. Allí redactó a finales de 1766 esta obrita, El filósofo ignorante, que con estilo reluciente, aborda nuevamente el combate contra todo fácil optimismo y en particular contra la teodicea de Leibniz, ejemplo de la razón «justificadora de tinieblas», a la que la voz de Voltaire se enfrenta para reclamar la razón «reveladora de luz».
Desde su retiro a orillas del lago de Ginebra, nos cuenta Benedetta Craveri (de la que recomiendo la lectura de La cultura de la conversación y Madame du Deffand y su mundo, ambos publicados en Siruela), Voltaire, tras años de exilio forzado, sigue alimentando su mito con escritos, campañas de opinión, polémicas y con las iniciativas más dispares. El filósofo envía constantemente epístolas, novelas, poemas, cuentos, tragedias y versos. Mientras, en París, D’Alembert y su séquito triunfan en casa de madame Geoffrin y de Julie de Lespinasse, pero es en el salón de madame du Deffand donde las ideas de Voltaire cobran un protagonismo especial.
La amistad de Voltaire con Madame du Deffand se remonta a más de cuarenta años atrás, y la amplia correspondencia que ambos mantienen desde entonces legitima el salón de la marquesa ante los de sus adversarias. Frente al brillo del febril y denso panorama parisiense, el salón Saint-Joseph de madame du Deffand conserva un sabor aristocrático, y se mantiene como un refugio frente al ruido de la Ilustración y las nuevas ideas, un santuario donde la afición por la curiosidad intelectual y el «arte de la conversación», propias del «philosophe», no son incompatibles con el buen gusto y el verdadero esprit francés. «Su amistad y su correspondencia son lo que más me ata a la vida; son el único placer que me resta», le declara en una carta madame du Deffand a Voltaire a finales de 1764.
Traigo a colación a esta extraordinaria mujer porque es un personaje clave en la historia de El filósofo ignorante. Este librito, a modo de breviario filosófico, tendrá en ella una de sus primeras lectoras y, dado su posición estratégica en la sociedad parisina, una de sus primeras divulgadoras. De hecho, la primera noticia que se tiene de la obrita de Voltaire es precisamente en una carta que madame du Deffand escribe a Horace Walpole, en 1677. En El filósofo ignorante tenemos oportunidad de leer, como la propia madame du Deffand, al Voltaire más radical, un verdadero zarandeador de obviedades de la historia del pensamiento. Firme defensor del lema «primero vivir, luego filosofar», Voltaire arremete contra el oficio o profesión de filósofo, que convierte las ideas en artificios o juegos de manos para solaz de aficionados al arte de la conversación. El mortero letal de Voltaire, su prosa sarcástica y llena de estilo, pone en solfa los aires metafísicos llenos de humo, vacíos de contenido, y muy alejados del espíritu pragmático reclamado por el filósofo. De hecho, su obsesión es acercar la filosofía a la vida, desterrándola definitivamente del error y del fanatismo.
En 56 cuestiones, a modo de breviario, Voltaire hace un recorrido por las principales preguntas filosóficas de la historia de las ideas desde la Antigüedad clásica: sobre el pensar, el saber, la sustancia, la libertad. La eternidad, el infinito, Dios creador, la razón, la moral y la justicia. Pero la pregunta que sigue sin contestar y late tras todo el libro es la de mayor importancia para el filósofo: la conquista de la felicidad. En un siglo como el ilustrado, donde el espíritu de la Enciclopedia pretende explorar los límites de la razón, sorprende la respuesta de Voltaire a estas preguntas capitales, que, más que desde el rigor científico, se despliegan apelando al uso de la «sana razón humana». Ante las preguntas fundamentales, desde su profunda ironía, Voltaire nos recuerda que no hay respuestas definitivas, y con ello se muestra como un verdadero «philosophe» del XVIII, curioso ilustrado, que con conceptos claros y sencillos, fáciles de comprender y expuestos en una prosa picante y persuasiva, aboga por una moral pragmática frente a las grandes preguntas de la existencia. En cambio, los filósofos, para Voltaire, han generado durante siglos una palabrería abstrusa que impide a cada cual cultivar su propio huerto. En el combate entre el bien y el mal, lo que está en juego, definitivamente, no son las ideas, sino nuestra felicidad.
Lectora atenta de este breviario, nuestra anfitriona se debate entre dos mundos, el antiguo, de certezas absolutas, y el nuevo, lleno de interrogantes. En el siglo que había hecho de la felicidad un ídolo, nos cuenta Benedetta Craveri, madame du Deffand «contempla con atrevido valor el trágico absurdo de la condición humana». En la carta que la marquesa escribe a Horace Walpole el 23 de junio de ese año, ésta declara que no está hecha para este mundo: «no sé si hay otro; y, en caso de que exista, sea como sea, lo temo». El ingenio, la elegancia, la cultura y el buen gusto hacían a madame du Deffand no sólo la garante de toda la tradición aristocrática, al más puro estilo francés; además le convertían en una privilegiada receptora de las ideas de Voltaire, que denunciaban las sombras del fanatismo, y abanderaban la lucha a favor de la razón verdadera y el espíritu de las Luces. Aún así, madame du Deffand vivía las nuevas ideas como ciertamente amenazadoras, quizá más peligrosas e intolerables que las dominantes. Con espíritu trágico, heredado de su amor a los clásicos griegos y a Montaigne (el maestro de la duda), en ella el hastío de la vida estaba unido al terror a la muerte, y «nada la podía resarcir de la desdicha de haber nacido».
«¿Por qué se teme a la muerte? No es solamente por la incertidumbre del futuro, es por una gran repugnancia que sentimos por nuestra destrucción, que la razón no puede combatir. ¡Ah! ¡La razón, la razón! ¿Qué es la razón? ¿Qué poder tiene? ¿Vence a las pasiones? Eso no es cierto; y, si detuviera los movimientos de nuestra alma, serían cien veces más contraria a nuestra felicidad de lo que son las pasiones. He aquí metafísica de tres al cuarto.»
Madame du Deffand desahoga sus más íntimas dudas y temores en esta carta a su amante Walpole, haciéndose eco de esta «filosofía en zapatillas» destilada en El filósofo ignorante. La prosa de Voltaire, plagada de moral pragmática, es recibida por la du Deffand con cierta ambivalencia: hace luz en sus dudas, pero no la consuela del todo. Como dama con una posición social que le exige la observancia de la moral aristocrática, acepta resignada la lección del «philosophe», y se dedica a cultivar su huerto: presa del teatro del mundo, continúa con la representación, así que, como buena anfitriona, disimula y practica el «arte de la conversación», en palabras de Fumaroli, «aquel arte liberal de pensar, de decir, de vivir contra toda esperanza, pero con alegría y de manera brillante, entre los iguales que ha elegido y que la han elegido». Madame du Deffand seguirá manteniendo hasta el final su intensa correspondencia con Voltaire, cuyas cartas le ayudarán a mantenerse firme en su trabajo. Así, se mantendrá alejada de aquellas tinieblas amenazantes y cumplirá una de las sentencias de su maestro: «El trabajo aleja tres grandes vicios: el aburrimiento, el vicio y la penuria».
Como ahora, ¿no? nos debatimos entre un mundo “antiguo” de certezas absolutas, o casi, y un futuro lleno de interrogantes. Sí que está muy manido lo de cuestionarnos todo en etapas de crisis, pero recuerdo un libro que se puso de moda hace unos años, Más Platón y menos Prozac, y tal vez habría que seguir avanzando cronológicamente en el ámbito de la filosofía y, si Platón resultó un poco duro para algunos… leer a Voltaire. Especialmente si el libro es manejable y la edición hermosa. Seguro que esta lectura también es capaz de alejar algunos males, sí. Cuánto necesitamos esa metafísica de tres al cuarto para dejar de temer a la muerte y a la vida, para no tener que cultivar el arte de vivir contra toda esperanza, al menos mientras nos queden páginas por leer…