Postales de un rincón perdido del mar Adriático

Iago Fernández / Diario de Tarragona, 4 de mayo de 2024

Trieste, la menos italiana de las ciudades italianas, único puerto al Mediterráneo del Imperio Austríaco durante siglos, la ciudad del si, del ja y del da -como se refiere a ella Slataper, uno de los padres de la literatura triestina-, lugar de encuentro de culturas, de convivencia lingüística e incesante trasiego de regímenes políticos y credos, luce hoy como una ciudad que apenas alcanza a retener el recuerdo de lo que una vez fue. Su antiguo esplendor hace mucho que se perdió por los derroteros esquinados de la Historia.

Es a esos rincones de la Historia adonde acude Javier Jiménez, autor de Desvío a Trieste, también artífice del cuidado catálogo de Fórcola Ediciones -editorial donde se publica este mismo título-, para intentar dar con la esquiva identidad de la ciudad de papel de Magris.

En Desvío a Trieste se solapan el ensayo, la autobiografía y la crónica de viajes, en una suerte de gran ventanal a la ventosa ciudad adriática. A su historia, a sus mitos y leyendas, a su literatura, su arte y su música. A la infatigable Jan Morris, al truculento final de Winckelmann, a la omnipresente bora, a la maldición de la esfinge del castillo de Miramare o al paso de los nazis por la ciudad. Pero este libro también es una clara reivindicación del viaje como acontecimiento. Del viaje como algo más que un desplazamiento físico de un lugar a otro, seguido por la repentina urgencia de plantarnos ante tal o cual sitio para hacernos con la mejor fotografía. Como si tuviéramos el tiempo calculado para cada monumento, cada calle, cada trago, cada bocado.

Zweig ya disintió de esta manera de viajar, arguyendo que el viaje, desde tiempos inmemoriales, había estado envuelto en una aureola de aventura y peligro, de contingencias inciertas. No solamente deberíamos viajar con la voluntad de poner un puñado de kilómetros de por medio, lo deberíamos hacer también -o, sobre todo- con la voluntad de alejarnos de lo que nos es conocido, de nuestra rutina cotidiana, de nuestras ganas de no estar en casa. En definitiva, deberíamos hacerlo con la voluntad de ser otra versión de nosotros mismos y exponernos al mundo de los otros. Dejarnos cambiar por él. Todo esto lo decía Zweig en 1926, cuando vio proliferar en París un nuevo tipo de estaciones, sin vestíbulo ni techo, sin distintivos aparentes que las certificaran como tal, pero invadidas por el constante ir y venir de gente que bajaba y subía a un ómnibus que daba vueltas por la ciudad. Imagínense lo que nos tendría que decir hoy Zweig si nos viera.

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