Luis Bravo/ El Imparcial, 10 de abril de 2023
Alguien va por las galerías del Palais Royal complacido por la arquitectura, los jardines, los comercios, y al fondo, el Grand Véfour, aunque es consciente de que, por el camino, lo de grand ha ido quedándose en adorno más que en adjetivo. Es el mismo que, ayudado por las páginas de una novela, acompaña a dos enamorados, sin saber si lo siguen estando, a cruzar el Bósforo para volver a su mansión vacía frente al mar. No se detiene ahí: en un hotel de Cognac, junto con otros escritores invitados a un festival, advirtió que la habitación contigua a su dormitorio se estaba quemando y decidió dar la voz de alarma, pero se conoce que la elegancia es lo último que se pierde, y una colega de profesión se lo demostró con ahínco bajando en camisón elegante y con el atuendo propicio para tomar el té, más que para ser salvada de un incendio que no causó víctimas, sólo admiración.
Son algunas de las anécdotas y reflexiones que José Carlos Llop nos regala en la recopilación de sus terceras en el ABC. Vladivostok es un libro que, los que tendemos a conceder más importancia a lo atmosférico, a recontar los lugares y personajes que hace tiempo han quedado cubiertos de un sutil polvillo que favorece y nada cuesta ser quitado, debemos estarle agradecidos. El hecho de reunir una serie de artículos publicados a lo largo de once años, que actualmente no conformarían ni una mínima parte de la esquina inferior de la vorágine virtual, habla de su voluntad como escritor. Se dice que se ama lo que se pierde, pero en sus libros eso que se ha dado por remoto y caduco, él lo gana y por ende el lector. Llop tiene el gusto y el humor necesarios para interesar en cualquiera de los géneros que ha practicado. Sea mediante un poema, una novela, un diario, un ensayo, es capaz de inculcarnos el ánimo que supone recuperar una canción de juventud, el espíritu de una cultura europea que se esfuma ante nuestros ojos. Sabe guiarnos por la fragilidad del recuerdo.
Muy pocos leen prensa escrita, y otros menos se preocupan de que la calidad puesta en el contenido esté a la altura de lo que valen los minutos que se invierten en leerlo. El mundo fue así, no intenten engañarnos, dice el autor en el preámbulo. Pero su empeño está lejos de la elegía. Por las brumas de estas páginas, se pasean el cráneo perdido y ¿encontrado? de Mozart, la mesmerizante presencia de Modiano, la de Pamuk, la jocosidad de Bernard Frank, la pareja Zweig-Roth en el café de Ostende, y dos de mis preferidos, entre muchos: el trinar de los pájaros por las ramblas barcelonesas y la aparición de la dama de Lipp en la brasserie homónima. Habrán de leerlos para más señas. Uno no podría atreverse a desentrañar todos, a decir estos son los salientes que merecen una atención mayor. Estaría faltando el respeto que se ha puesto en cada uno de los artículos ―quizá ultrajándolos sería el término más adecuado, acorde a su aire antiguo― y que señala su valía como piezas literarias.
Estos viajeros hacia el Vladivostok de Llop, y uno mismo que decide sumarse encandilado, no son más que terceras que se han clavado por su buena mano. Pero no les hace de menos ser como una suerte de diorama que muestra lo ya sabido de las ‘carencias y pérdidas que favorecen una abundancia’, sino que también, de nuevo al ser contempladas, nos pueden decir cosas distintas.