Vivir con libros es una militancia para muchos bibliófilos que conozco y tengo por amigos; es más, vivir con libros es la condición existencial de los dos protagonistas de mi comentario de hoy: una librera de París y un bibliópata de Madrid, inspector de bibliotecas, para más señas.
Una librera de París
Adrienne Monnier (1892-1955) fue librera, escritora y, sobre todo, una enamorada de los libros. Muchos de sus clientes, primero «de paso», más tarde «asiduos», se convirtieron con el tiempo en amigos de esta pequeña, por bajita, librera letraherida, y también de La Maison des Amis des libres, la librería que abrió el 15 de noviembre de 1915, en el número 7 de la Rue de l’Odéon.
Estamos en París, en la Orilla Izquierda, justo enfrente del número 12 de la rue l’Odéon, donde apenas unos pocos años después (1921) abrirá la mítica Shakespeare & Co., la librería inglesa que fundó Sylvia Beach («una joven estadounidense [que] lucía un rostro original, de lo más atractivo») , la gran amiga de Adrienne Monnier. Juntas se convirtieron en uno de los referentes culturales del París de entreguerras. En palabras de Herbert Lottman (La Rive Gauche), «las librerías de estas dos extraordinarias mujeres eran importantes como lugar de encuentro para quienes no tenían salón adonde ir, pero sobre todo como lugar donde lo primero era el libro del momento, el visitante del momento, el poema que iba a ser leído al público […] Adrienne Monnier y Sylvia Beach daban la impresión de estar recibiendo sin interrupción».
Estos días llega a las librerías españolas Rue de l’Odéon, publicado por Gallo Nero, la editorial creada por Donatella Iannuzzi, un hermoso libro que recopila las memorias y recuerdos de Adrienne Monnier, una librera que, más que regentar una tienda, logró crear un «jardín», un «salón de lectura», una «casa de los libros», una librería, en fin, que encarnó una manera de vivir y de entender la lectura, el amor a los libros y el mundo.
¿El secreto de esta librera? Amiga de Joyce, Hemingway, Proust, Breton, Gide o Rilke, Adriene Monnier confesaba que cuando llegó a la rue de l’Odéon era «una desconocida» y que se enfrentaba a un oficio «del que ignoraba toda práctica». Desde el principio tuvo claro que «amaba los libros, simple y llanamente», la experiencia se la dieron los años y, sobre todo, como ella misma reconocía, sus propios clientes y amigos. La primera gran lección que aprendió de su oficio: «un orden riguroso es mejor maestro que cualquier tratado de sabiduría»; y su primera frustración: «el gran drama de una librera es la falta de espacio» (quizá a muchos libreros que lean esto les suenen estas palabras). El entusiasmo de Adrienne Monnier pudo con todo esto, y quizá podamos todos sacar alguna lección de vida de la lectura de estas pequeñas memorias: «el espacio no falta si no falta el ánimo, si se mantiene alerta. Las cantidades no han de inundar […] los espacios reservados a las calidades». Finalmente, su proceder en la selección de los libros que llenarían las estanterías de su librería se rigió por el siguiente principio: «¿Hay que tratar del mismo modo lo que nos gusta y lo que no nos gusta, lo que nos parece bueno y lo que nos parece malo? Podemos equivocarnos, es obvio, pero lo mejor es seguir nuestros sentimientos, sobre todo si tales sentimientos se han meditado lo suficiente, es decir, si se han confrontado con toda la gama de las formas de eternidad». Rotundo.
Sobre el libro, qué decir más: un libro imprescindible para los amantes de este particular género de los libros sobre libros, editores y librerías.
Un bibliópata de Madrid, inspector de bibliotecas
Jesús Marchamalo estrena esta semana un nuevo libro, Donde se guardan los libros. Bibliotecas de escritores, publicado por Siruela, donde este bibliópata empedernido hace las veces de un nuevo Virgilio y nos regala a sus lectores un paseo guiado por una veintena de bibliotecas personales de otros tantos escritores contemporáneos: Fernando Savater, Clara Janés, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Gamoneda, Enrique Vila-Matas, Gustavo Martín Garzo, Clara Janés, Juan Eduardo Zúñiga, Luis Alberto de Cuenca, Carmen Posadas, Francisco Rico, José María Merino, Mario Vargas Llosa, Andrés Trapiello, Soledad Puértolas, Javier Marías, Luis Landero, Jesús Ferrero, Juan Manuel de Prada y Luis Mateo Díez.
El propio Marchamalo, en el prólogo del libro, confiesa que Antonio Gamoneda le bautizó inspector de bibliotecas tras visitar la suya, algo que Jesús acepta con deportividad, en el convencimiento de que su habilidad para colarse en bibliotecas ajenas nos hace felices a muchos, que le seguimos y leemos. Quizá Marchamalo tienen algo de Robin Hood: roba impresiones bibliófilas y bibliofrénicas de bibliotecas ajenas, y las comparte con bibliópatas amantes de oler y tocar los libros, propios y ajenos.
Tras su apasionante incursión en la biblioteca de Julio Cortázar, estas nuevas bibliotecas de escritores nos recuerdan que el amor a los libros está no sólo en leerlos, sino en coleccionarlos, ordenarlos, desordenarlos, hacerles parte de nuestras vidas, habitantes privilegiados de nuestras casas, de nuestros rincones preferidos, porque «hay libros indispensables que nos obligan a poseerlos, a conservarlos para hojearlos de vez en cuando, tocarlos, apretarlos bajo el brazo. Libros de los que es imposible desprenderse porque contienen fragmentos del mapa del tesoro».
Tesoros compartidos es lo que descubrirás, curioso lector, perdiéndote en las páginas de este hermoso libro, que nos habla precisamente de eso, de donde se guardan los libros.
¡Enhorabuena Jesús!