«Cada cual es sujeto, protagonista de su propia e intransferible vida.»
José Ortega y Gasset, En torno a Galileo, 1933
Hace unos días afirmaba en este mismo blog que «la cultura española tiene una dilatada experiencia en exilios no elegidos, en retiros impuestos. Su espíritu es, quizá por definición, forzosamente emigrante». Quizá estos días me sienta aún más exilado, al descubrir que vivo en un no-país.
En un mundo mercantilizado como en el que vivimos («sociedad hipermoderna del hiperconsumo», según Lipovetsky, «mundo supermercado», según Houellebecq), las alternativas de la cultura que no se vean reducidas a la lógica del mercado son cada vez más limitadas. El editor cultural, dedicado al oficio de editar de forma personal y casi artesanal, que se resiste (sin renunciar a su condición de pequeño empresario) a subsumir su labor a la dictadura del mercado, se ve abocado a un nuevo exilio, esta vez interior, donde la categoría de lo cualitativo (no el cacareado «valor» que hay que aportar, sino un «bien» ostensible para la sociedad, apelando a la inteligencia de las personas) está ninguneada por el de la categoría de lo cuantitativo: tanto vendes, tanto vales.
Vivimos en un país, mi país, España, lleno de traidores a la cultura. La primera gran traición a la cultura en este país ha sido desligarla de la educación, el gran fracaso constante de los últimos decenios. La segunda gran traición ha sido impedir que sea gestionada por la política, convirtiendo así la cultura en instrumento electoralista en manos de los profesionales del artificio y del decorado, de la cosmética, que no de la estética. Finalmente, la tercera gran traición a la cultura ha sido reducirla a industria y mercado. Y ahí los culpables no son los políticos, sino nosotros mismos, todos los que participamos de la vida cultural y no reaccionamos ante la dictadura del mercado y las exigencias de lo políticamente correcto.
Cuando un autor logra su reconocimiento social exclusivamente por el número de ejemplares vendidos de su libro, cuando un editor es más conocido por su sobreexposición mediática o sus logros industriales (como fabricante de mercancías) que por lo que aporta a la sociedad con su catálogo, cuando la cultura es reducida a industria, asistimos a un juego perverso, cambiar mercado por cultura, que tiene mucho de artefacto neobarroco: la saturación lumínica del espectáculo ofrecido, no obstante, oculta las inevitables sombras. Las sombras de lo hueco, de lo podrido, de lo superfluo, o de lo que algún conocido sociólogo llama lo «líquido», es decir, lo lábil o banal.
La cultura, regida por los mercaderes, es juzgada no en términos morales, sino en términos mercantiles. El Idealismo buscaba en la educación estética del hombre la consecución de su libertad. El mercado de la sociedad del hiperconsumo, en cambio, exprime la cultura para que sea rentable. La perversión de la cultura implica, hagan ustedes el silogismo, la esclavitud del hombre.
Algunos juzgan mi país en términos de mercado, y siguen traicionando su cultura reduciéndola a número y porcentaje, a cuota de mercado, a activo en bolsa, a ranking de ventas, a bestseller, a estadística, a balance contable. Parece que últimamente los números no cuadran, y que mi país no es rentable. No solo hemos dejado la cultura en manos de mercaderes; ahora éstos la ningunean por poco rentable, tanto que perdido el mercado, ningunean mi país.
¿Vivo en un no-país? No, desde luego que no.
Decía Ortega y Gasset: «Nadie puede vivirme mi vida; tengo yo por mi propia y exclusiva cuenta que írmela viviendo, sorbiendo sus alborozos, apurando sus amarguras, aguantando sus dolores, hirviendo en sus entusiasmos».
Mi ir viviendo, en mi condición de editor, implica formar parte de la cultura de este país, aportar cada día mi alborozo y mi amargura, mi dolor y mi entusiasmo, mi temor y mi temblor, mis ideas y mis creencias. Como saben ustedes, las ideas las tenemos, en cambio las creencias nos tienen a nosotros. Pues bien, abordo cada día mi trabajo en el convencimiento, en la creencia, de que algo de mi esfuerzo ayuda día a día a que la sociedad en la que vivo sea mejor: como empresario busco legítimamente la mínima rentabilidad de mi negocio que me permita sobrevivir y seguir avanzando, pero irrenunciablemente aspiro a que el producto de mi trabajo no sólo sea un aumento en el saldo de mi cuenta corriente.
El valor que un editor puede y debe aportar a la sociedad en la que vive, si es un editor comprometido con la «edición-sí», es la de crear un «bien» en cada libro que constituye su catálogo, y eso revierte no solo en la cultura, sino en la propia entidad de mi país, y en definitiva, en la libertad de pensamiento de mis conciudadanos.
Mi creencia la comparto hoy con ustedes. Mi país no es una utopía inalcanzable, sueño de derrotistas; tampoco es una ruina o un espejismo, pesadilla de apocalípticos. Mi país es real, lo construyo con ustedes día a día, con mi esfuerzo y mi trabajo, pero también con mis ilusiones (no de iluso, sino de ilusionado) y con mi entusiasmo.
Mi manera de reinventar día a día mi país es construyendo cultura, no mercado.
Te veo mosqueado, Javier. No es para menos, la verdad. Todo esto empezó a ir mal desde que apareció la “gestión cultural”. Nada más gris que un gestor, ni más opuesto a la cultura. Suerte de las ilusiones de unos cuantos que vais por libre.
Gracias por tu comentario, David. Edición comprometida, con la cultura y con el libre pensamiento. La cultura, definitivamente, no se gestiona, se vive, se reproduce y si no lo impedimos, muere.
La cultura está muy devaluada, lo que afecta claramente a la formación de ciudadanos libres y responsables en el ejercicio de sus derechos y deberes.
Lo que está en juego no es una tertulia de café, ni si en Hollywood nos consideran país o no; sino nuestra propia libertad.
Y perdónenme la altisonancia. Pero estoy un poco cabreado yo también.
Superemos el cabreo y sigamos luchando, cada uno en sus posibilidades, por la cultura, la de verdad, la que vivimos las personas concretas que formamos una comunidad viva. Huyamos del pesimismo mediático. Que se queden con las tertulias. Nosotros a trabajar. Nos jugamos mucho, nuestra propia condición de ciudadanos pensantes. Por mi, que no quede.
Excelente post, Javier. Lo ideal sería que todo pequeño editor dispusiera de margen de maniobra suficiente como para abstraerse de esa dictadura del mercado a la que haces referencia, pero, sinceramente, no lo veo posible, tal y como está montado el sistema.
Quizás esa lucha -“crear un «bien» en cada libro”-, forme parte de la magia que os envuelve y signifique un verdadero activo para esa sociedad con la que has contraído el compromiso y que tanto te ilusiona mejorar. Con tu trabajo diario, seguro que lo consigues.
Un abrazo.
Gracias, María José, por tu comentario y por tu apoyo. A veces uno se siente muy solo en todo esto, y gracias a testimonios como el tuyo ese espejismo desaparece. Más voces deberían alzarse, no es momento de cobardes, pusilánimes, derrotistas ni apocalípticos. Cada uno debe aportar, en la medida de sus posibilidades. Y aportar en positivo. El cambio no será nunca económico, el verdadero cambio debe ser moral. Un abrazo fuerte
Te noto inspirado y lírico cuando dices: “Mi ir viviendo, en mi condición de editor, implica formar parte de la cultura de este país, aportar cada día mi alborozo y mi amargura, mi dolor y mi entusiasmo, mi temor y mi temblor, mis ideas y mis creencias”. Estoy muy de acuerdo con que debe volverse a vincular la cultura con la educación y la política, y que debe concebirse como algo más allá de lo mercantil.
Querido José, la lírica, y la épica, no están reñidas, bien sabes, con la audacia, más en tiempos de carestía tanto en cultura como educación. Recuperemos el tiempo y el terreno perdido. Un abrazo y gracias por tu comentario.
Lo mismo 14 páginas de reportaje en un periódico dominical sobre uno de los libros que editas son la constatación de la diferencia entre iluso e ilusionado y el resultado del alborozo y la amargura, el dolor y el entusiasmo, el temor y el temblor. En definitiva, de esas ideas y creencias que te impulsan.
Mucho podemos aprender de Amundsen y Scott, los dos protagonistas de la hazaña del descubrimiento del Polo Sur. Ambos fueron ejemplo de valor y coraje, y aunque uno llegó y volvió para contarlo, y el otro no, ambos representan valores que siguen significando mucho, como la constancia, el sacrificio personal, la audacia, tan necesarios en los momentos que estamos viviendo. Gracias por tu comentario.
Javier, enhrabuena por este post y por tu entrevista en Radio Clásica. Me ha encantado tu dominio del lenguaje, tu amplia cultura, tu sensibilidad para captar las emociones transmitidas por la música, tu rebeldía ante el mercantilismo que intentan imponernos….
El mundo necesita gente como tú para que, en vez de convertirse en un mercado, potencie el desarrollo de verdaderos seres humanos.
Muchas gracias por tus amables palabras, María Dolores. Y gracias por escucharme en el programa Juego de espejos, de Luis Suñén. Lo más hermoso de la música es que se puede compartir. Un cordial saludo