Ana Esteban, El Asombrario, 23 de septiembre de 2024
El otoño vuelve y volvemos con él al escenario cotidiano: nuestra casa. En el libro ‘Domus Aurea. Las casas de la vida, la literatura y el cine’, publicado por Fórcola, la escritora y traductora Amelia Pérez de Villar hace un recorrido apasionante por las viviendas reales o ficticias que aparecen en películas y novelas, que enmarcan o determinan las vidas de los personajes, y que son personajes en sí mismas. Estas son auténticas casas de película… O de libro.
Ya hemos vuelto. Ya lejanos, los días de agosto parecían transcurrir un poco fuera del tiempo, un poco desubicados, difuminados por el calor. Casi irreales. Tras tantas fotos de cielos y playas azules, lugares exóticos y lugarcitos rurales, vistas panorámicas de ciudades o montañas, copas de vino o delicias gastronómicas; tras todas esas imágenes de otros lugares tan envidiables para los que apenas pudieron marcharse, al llegar septiembre lo que se comparte en redes son los rincones del escenario al que se vuelve, donde transcurren tantas horas de nuestra historia cotidiana: el de la propia casa.
“La casa, espacio acotado, cobijo, refugio, epítome de la protección y la seguridad. Fuera de ella, la inmensidad, lo inabarcable, la promesa de algo eterno e ilimitado que se abre ante nosotros cuando salimos. Insignia del abrazo que nos acoge cuando la aventura o el paseo nos han dejado exhaustos, con hambre y sed, con frío, o con la necesidad imperiosa de saber, si es que eso puede saberse, que tal vez el fracaso de nuestros devaneos no haya sido estéril, aunque no estemos en situación de asimilarlo”. Así la define la escritora y traductora Amelia Pérez de Villar en el libro Domus Aurea. Las casas de la vida, la literatura y el cine publicado por Fórcola, donde realiza un recorrido apasionante por las viviendas reales o ficticias que aparecen en películas y novelas, que enmarcan o determinan las vidas de los personajes, y que son personajes en sí mismas.
Mansiones de ‘El gran Gatsby’
Quién no ha visto, a través de los ojos de Nick Carraway en El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, la fabulosa mansión de su vecino Jay: “Un engendro colosal, se mirase por donde se mirase: era la imitación de algún ayuntamiento de Normandía, con una torre a un lado que emergía bajo una fina capa de hiedra, con una piscina de mármol y más de cuarenta acres de pradera y jardín”. O la de su antagonista Tom Buchanan, “una mansión colonial en estilo georgiano en color rojo y blanco”, cuya pradera impoluta se extiende desde la puerta principal hasta la playa, construida por un magnate del petróleo y tan disparatadamente ostentosa como la de Gatsby, símbolos ambas del sueño americano y de la lucha de poder entre los dos jóvenes –el acaudalado Tom y el nuevo rico Jay– por el amor de Daisy.
Como apunta Pérez de Villar en su libro, “elegir el tipo de historia de amor que mejor marida con cada tipo de casa puede convertir cualquier obra literaria en eterna”, y nos cuenta que, al parecer, Scott Fitzgerald se inspiró en algunos inmuebles de la llamada Gold Coast en la costa norte de Long Island, como el Oheka Castle, que aparece en una de las fotografías que ilustran el libro: una mole de edificios y patios a la que se llega por una larga carretera atravesando praderas arboladas y jardines versallescos, que hoy es un hotel de lujo y fondo de escenografía en películas y vídeos musicales.
Las inquietantes casas de Hitchcock
Aquí están también las casas marcadas por la tragedia, personajes por derecho propio que perduran impregnando páginas y pantallas con sus atmósferas inquietantes. El Motel Bates, imaginado por Hitchcock a partir del cuadro The House by the Railroad de Hopper y diseñado por Robert Clatworthy, que se construyó para el rodaje de Psicosis, se restauró cuando la adquirió un coleccionista y hoy se puede visitar en el Museo del Cine de los estudios Universal en Hollywood. Manderley, “llena de arcos, escalinatas y pasillos que llevan a habitaciones cerradas en las que no conviene meterse”, objeto de sueños y pesadillas en la novela Rebecca de Daphne du Maurier y en la adaptación de Hitchcock, probablemente inspirada en la mansión Menabilly en Cornualles: una gran casa de piedra construida en torno al siglo XVI al final de un camino sinuoso, que la escritora alquiló con su familia durante 26 años.
La ostentación de Xanadu
Xanadu, cuya primera imagen en la película Ciudadano Kane de Orson Welles es la enmohecida advertencia del cartel que prohíbe el acceso al castillo cuyos restos aparecen luego entre la bruma como una alucinación gótica, mientras la voz en off del noticiario nos cuenta cómo fue construida en el desierto de Florida sobre una montaña artificial con 100.000 árboles y 20.000 toneladas de mármol, y que tenía cientos de habitaciones, un zoológico, acuarios con todas las especies conocidas, canchas deportivas y réplicas de pueblos de diversas culturas. Para elaborar su escenografía, Welles solo tuvo que recrear alguna de las propiedades del magnate de la prensa Randolph Hearst, inspirador del personaje, como el Hearst Castle en San Simeon, donado por la Hearst Corporation al Estado de California y convertido en uno de sus principales atractivos turísticos. Como cuenta en su libro Pérez de Villar, parece ser que cuando el dramaturgo George Bernard Shaw fue invitado a otra de sus mansiones, el St. Donat’s Castle, dijo: “Esto es lo que Dios hubiera construido si tuviera el dinero necesario”.
‘Twin Peaks’ y casas espeluznantes
Más casas de película y sus curiosidades recorren las páginas de este libro: la de Lolita de Kubrick, cuya atmósfera se enturbia en cuanto el obseso Humbert alquila una habitación; la magnífica mansión de Retorno a Brideshead, escenario de la novela, la película y la serie; la casa sureña en Forrest Gump de Zemeckis, construida para la película y demolida tras el rodaje; la de La tribu de los Brady en California, la más fotografiada de Estados Unidos tras la Casa Blanca; la de La señora Doubtfire en San Francisco o la de Laura Palmer, la protagonista ausente de Twin Peaks, en St. Everett, Washington.
O tranquilas casas reales donde se rodaron escenas espeluznantes: la de Pesadilla en Elm Street en West Hollywood, la de Poltergeist en Simi Valley, California, la de Terror en Amityville, basada en la novela de Jay Anson, que cuenta el asesinato en Long Island de los seis integrantes de la familia DeFeo a manos del séptimo, quien después confesó haber cometido el crimen siguiendo la voz que se lo ordenaba. Una voz que también vivía en la casa, con ellos.
Las que habitan los escritores
“La casa es un objeto narrativo, un sistema de significados con su morfología particular, una plataforma de lo artístico”, afirma David Felipe Arranz en el prólogo del libro. Así lo corroboran las casas de algunos escritores, como la de Curzio Malaparte en la Punta de Masullo en Capri, casi inexpugnable, dominando el acantilado a más de 30 metros de altura; muy Curzio, desde luego. El Edificio Pamuk, cimentando la memoria del nobel Orhan Pamuk y erigido piso a piso en su novela Estambul, o la residencia de Gómez de la Serna, de la que apenas salía, donde acumulaba todos esos trastos, cuadros y recuerdos en los que obstinadamente se refugiaba.
Entre las numerosas referencias que pueblan estas páginas figura también una de mis casas favoritas, perfecta y absurda como todo lo que nos hace soñar, y auténtico objeto narrativo en sí misma: la Villa Arpel de la película de 1958 Mi tío, de Jacques Tati, ideada por el director y su guionista Jacques Lagrange hasta el último detalle, y separada del mundo real por un muro.
Este ensayo parece destilado por la curiosidad inagotable de su autora y una sutil ironía que te lleva de un dato a una casa, de una casa a una anécdota y de la anécdota a una vida. “Solo la casa que habitamos, en el presente o en el pasado, nos habita a nosotros, nos conforma y nos constituye. La casa es cuna, escuela y tumba. Es, probablemente, lo único verdadero que tenemos, aunque no la poseamos”, dice en su libro Amelia Pérez de Villar. Sí, nuestra casa es algo más que lo que ponemos o guardamos en ella, más que el refugio al que cada septiembre volvemos, porque nuestra casa nos mira cada día y nos habita.