José María de Loma / La Opinión de Málaga, 29 de julio de 2024
Fundó un estilo, escribió mucho, se dio a la política y además de publicar 16 novelas, teatro y mucha obra ensayística, derramó también su mirada y talento en la prensa. Miles de artículos. Desde aquellas primeras colaboraciones en El Eco de Monóvar o el Pueblo (periódico de Blasco Ibáñez) hasta La Vanguardia y ABC, ya consagradísimo, pasando también por El País, El Imparcial o El Progreso, cabeceras de finales del XIX y principios de XX. No pocos de esos escritos versaron sobre los libros, su gran pasión.
Ahora, el profesor Francisco Fuster, también especialista en Pío Baroja y en Julio Camba, tras bucear durante años en la producción de José Martínez Ruiz, Azorín (1873-1967) nos presenta en la editorial Fórcola, con brillante estudio previo, este delicioso volumen que recopila artículos, crónicas, prólogos, textos sobre editores, libros, ferias del libro, librerías, imprentas, erratas, etc. Cincuenta en total. Con prólogo de Andrés Trapiello.
Como bien indica Fuster, estos textos de Azorín no necesitan explicación o escolio alguno, ya que la forma de razonar del autor es tan natural y precisa que no lo hace necesario. Es mejor que cada lector disfrute de estas reflexiones que cubren casi seis décadas y que se nos presentan en orden cronológico para que observemos y juzguemos la evolución. Pero Azorín no habla de oídas, para nada. Tenía una obsesión (benditamente) enfermiza por los libros, las librerías y el mundo editorial. Prueba de ello, por ejemplo, es que cuando fue enviado por ABC en 1918 a Francia para que hiciera unas crónicas sobre la Gran Guerra, lo primero que hizo al deshacer el equipaje, si es que lo deshizo, fue tomar un coche que lo llevara a una librería. Ni crónicas ni gaitas, primero, libros. Curiosear, zascandilear, ojear y hojear, comprar, leer, nutrirse. Leer para vivir y sentir.
Azorín, con su particular y famoso estilo, muy alabado pero también históricamente zaherido por los fraselarguistas, con o sin perdón por el palabro, consigue que no haya que leer ningún párrafo suyos dos veces, virtud en un escritor no suficientemente ponderada. Y con su estilo nos lleva con él a sus paseos por los alrededores del Retiro curioseando puestos librescos, a sus visitas a las librerías de lance. Es un flaneur, un paseante pero que sobre todo, más que paisajes y personas, ve libros. No rehusa la crítica, entendida esta como queja constructiva que no desdeña la ironía: en uno de los artículos arremete contra la falta de librerías literarias en Madrid: las hay en las que encuentras un tratado de botánica, un libro sobre perros y una novela pero no las hay especializada en literatura pura. También se queja de la capacidad de sobrevivir de las erratas, relatando ese método que tenía una editorial de exponer cara a la calle en unos ventanales algunos originales para que los viandantes las cazaran. Aún así, salían. Nos habla también de la moderna industria editorial, de lo recomendable que resulta escribir a máquina (artículo de 1930) o de las tendencias foráneas. Así por ejemplo, en el último de los cuatro bloques en los que se divide el libro, en el último, titulado La lectura, se nos informa de las prescripciones y el canon que hace un crítico de la revista francesa El mercurio, que recomienda vivamente a Galdós o Valera pero que olvida a otros. Igualmente nos da cuenta de artículos sobre editoriales, libros, novedades, de otros países.
Azorín es un cosmopolita tranquilo, un observador que se mueve mucho -viajero fatigable por toda España- pero que tampoco para quieto en su universo. Estamos ante el autoretrato de un bibliófilo, ante una suerte de memorias que complementan a las que él, en diversos libros y con distintos títulos publicó. Las confesiones de un pequeño filósofo sea quizás el más célebre.