‘El mundo según Camba’: el arte de mirar la vida con ironía y lucidez

Guzmán Urrero / Cualia, 14 de octubre de 2025

Editado admirablemente por Javier Jiménez, El mundo según Camba resume en un diccionario la voz más cosmopolita, inteligente y divertida del periodismo español.

maginemos a un cronista que escudriña el mundo con una mezcla de curiosidad y desdén, apostado en la barra de un café parisino o londinense, anotando en una libreta las rarezas de la especie humana. Así era Julio Camba (1884-1962), el periodista gallego que transformó el oficio de corresponsal en una forma de arte sutil y punzante. Nunca fue un moralista a la europea, sino un observador escéptico, profundamente español, que hallaba en el humor la mejor herramienta para diseccionar la vanidad universal.

Un diccionario para descubrir (o redescubrir) a Camba

Gracias a la formidable labor de edición de Javier Jiménez, ahora podemos recorrer todo su imaginario, de la A a la Z, en El mundo según Camba. Diccionario literario y sentimental (Fórcola), un magnífico compendio, con prólogo de Andrés Amorós, que resume la identidad sentimental e intelectual de don Julio.

“Este singular diccionario —leemos en la nota preliminar— tiene la vocación de hacer descubrir a este genial escritor a las nuevas generaciones de lectores, y, por qué no, de colmar horas de solaz lectura a sus fieles seguidores, quienes, aunque ya hayan leído la mayoría de sus libros, estamos seguros de que harán nuevos descubrimientos gracias a esta ‘ordenación-de-construida’ de la personal visión del mundo que Camba reflejó en sus artículos”.

Jiménez ha repasado las obras de Camba innumerables veces, y en este volumen extrae de ellas una personalidad única: la de un cosmopolita por necesidad, irónico por vocación y fiel a una rebeldía temprana que el tiempo convirtió en sabiduría.

De Vilanova de Arousa a América

Nacido el 16 de diciembre de 1884 en Vilanova de Arousa, Pontevedra, en una familia de clase media –su padre, practicante y maestro de escuela, y su hermano Francisco, novelista–, Camba creció en un entorno modesto pero estimulante.

A los trece años, como si fuera el personaje de un folletín, huyó de casa y se embarcó como polizón hacia Buenos Aires, donde se sumergió en los círculos anarquistas, redactando proclamas y panfletos que destilaban un fervor juvenil.

Allí entrenó su pluma, aunque pronto el Gobierno español lo expulsaría de vuelta por su vinculación con Mateo Morral, implicado en el atentado contra Alfonso XIII en 1906.

Regresó a Madrid en 1907, y su primera obra, El destierro, narraba con crudeza y humor esas andanzas americanas. No era un ideólogo dogmático; su anarquismo era teórico, un eco de lecturas que lo llevarían a cuestionar todo orden impuesto.

El corresponsal que se reía del mundo

Su carrera periodística despegó en 1908 como corresponsal de La Correspondencia de España en —ahí es nada— Constantinopla, cubriendo elecciones y el cambio de régimen.

De allí saltó a París y Londres para El Mundo, ciudades que inspirarían sus primeras recopilaciones: Londres (1916) y Alemania, impresiones de un español (1916). En 1917, se unió a El Sol, fundado por Ortega y Gasset –quien, creo recordar, lo alabó debidamente–, y más tarde a ABC, donde firmó un sinfín de artículos hasta su muerte.

El mundo según Camba acredita que su vida fue un periplo incesante: Berlín en la República de Weimar, Nueva York durante el crack de 1929, Roma en los años veinte. Obras como La rana viajera (1920) o Aventuras de una peseta (1923) capturan esa esencia nómada. Camba no viajaba para hacerse luego el interesante. En realidad, observaba para reírse de esas ilusiones colectivas que acaban construyendo las sociedades.

El humor como método

Tras la lectura de este libro, queda claro que el núcleo de su personalidad era ese cosmopolitismo teñido de ironía, una lente que desmontaba las pretensiones nacionales con precisión de relojero.

En Londres, retrata a los ingleses como criaturas prácticas hasta el absurdo: “Un inglés no sirve más que para hacer de inglés, y en cuanto tenga que hacer otra cosa sucumbirá. Esta inferioridad individual de los ingleses es, sin embargo, la base de su gran superioridad. ¿Qué importa que un inglés sucumba por falta de adaptación?”

“Al inglés le gusta visitar los países exóticos a condición de encontrarse en ellos como en su casa. El inglés en el extranjero es tan inglés como en Inglaterra. Es inglés siempre; es siempre turista”, escribe, capturando esa insularidad que hoy evoca ecos del Brexit.

En Berlín, para La Tribuna, pinta a los alemanes como máquinas de precisión devoradas por su propio peso: “Estos alemanes han inundado el mundo de cerveza, de filosofía, de salchichas y de música. Todo ello es fuerte y pesado. Para digerirlo bien, hacen falta estómagos alemanes y cabezas alemanas”.

Entre Quevedo y Schopenhauer

Su visión del mundo, un desengaño gozoso, se nutría de un escepticismo que recordaba a los conceptistas del Siglo de Oro. Influido por el humor satírico de Quevedo –esa capacidad para reducir lo pomposo a lo ridículo– y por el pesimismo schopenhaueriano que Baroja y él mismo compartían, Camba veía la existencia como un gran malentendido.

En La ciudad automática (1934), sobre Nueva York, el progreso se revela ilusión. Pero qué emocionante acaba siendo esa ilusión: “Nueva York, por lo demás, tan apretado entre sus dos grandes ríos, con sus enormes estructuras arquitectónicas y con la orgía de sus iluminaciones, es la ciudad más plástica del mundo, y el espectáculo que ofrece desde lo alto del Chrysler no tiene ponderación. ¡Qué maravilla, señores!”.

El desencanto político

Durante la Segunda República, en Haciendo de República (1934), critica con mordacidad a la clase política. Le sorprendió en Portugal el estallido de la Guerra Civil en 1936; entró en la zona nacional, y sus crónicas en el ABC de Sevilla expresaron simpatías por el bando franquista, un giro que desconcertó a sus viejos camaradas.

En realidad, no era un entusiasta del régimen –vivió en el Hotel Palace de Madrid desde 1949, pagado por mecenas como los March–, sino un individualista desencantado, que abominaba el dogmatismo de ambos bandos.

Camba, gourmet de la palabra

En las tertulias madrileñas, amigos como Azorín lo recordaban como un conversador inigualable, capaz de convertir una cena en filosofía. Camba era un gourmet literario; en La casa de Lúculo o el arte de comer (1929), la mesa se erige en metáfora de la vida: simplezas españolas como la tortilla de patatas –sustanciosa, llena de sorpresas cotidianas– contra las pretensiones francesas.

Su estilo –frases cortas, paradojas, amenidad– reflejaba una personalidad fragmentada por exilios internos: el joven rebelde se convirtió en el cronista maduro que, desde su habitación en el Palace, observaba el mundo con una ceja arqueada y media sonrisa.

El legado de un escéptico

Aunque este libro organiza felizmente los estratos de su pensamiento, Camba no sistematizaba: sus crónicas eran fogonazos impresionistas, impulsivos, como él mismo.

En Playas, ciudades y montañas (1916) o Un año en el otro mundo (1917), el viaje físico excusa el espiritual. Más aún: en la España del XX, entre vanguardias y catástrofes, su voz fue un refugio de cordura irónica.

Comparado con el genial Unamuno, que bramaba existencialismos, Camba susurraba sus verdades a media voz, dando caladas a un cigarrillo.

Murió el 28 de febrero de 1962 de una embolia en la Clínica Covesa de Madrid, dejando miles de páginas que hoy, en esta era de ruido digital, nos recuerdan el enorme valor de su literatura.

¿Cuál es su legado? Pues un periodismo que eleva lo trivial a lo eterno y un cosmopolitismo que —perdón por la obviedad— disuelve fronteras con buen humor.

Desde las páginas de este admirable Diccionario literario y sentimentalCamba nos enseña a mirar el mundo con esa picardía gallega que ve en el absurdo nuestra condición compartida. Lean todas sus entradas; hallarán que el hastío se cura con una buena dosis de ingenio y de humanidad.

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