Hoy se celebra en todo el mundo el Dickens Day, el 200 aniversario del nacimiento de Charles Dickens. Para conmemorarlo como merece, hoy cedemos la palabra en este blog a Amelia Pérez de Villar, autora de Dickens enamorado (Fórcola, 2012), que hoy mismo sale a la venta.
Dickens in love
Por Amelia Pérez de Villar
En 1908 George Pierce Baker, catedrático de Literatura Inglesa en Harvard editó para los miembros de la Sociedad Bibliófila de Boston un maravilloso volumen que contenía la correspondencia privada entre Charles Dickens y Maria Beadnell. Las cartas se descubrieron en Inglaterra y alguien que conocía su valor se las compró a una hija de Maria Beadnell, de casada Winter. Según Henry H. Harper, autor del prólogo de esta edición limitada, las cartas «se guardaron como algo sagrado tras su descubrimiento. […] Al darse cuenta de que su publicación era inviable en Inglaterra esa persona las llevó a los Estados Unidos, donde vendió al Sr. Bixby [William K. Bixby] toda la colección».
No contamos con ninguna autobiografía del escritor. En una de las cartas Dickens confesaba a Maria: «Hace algunos años (justo antes de Copperfield) comencé a escribir mi biografía, con la pretensión de que alguien encontrara el manuscrito entre mis papeles cuando el tema de su objeto llegase a término. Pero a medida que me acercaba a esa parte de mi vida [su historia de amor] me faltó valor y prendí fuego a lo que quedaba». La pira tuvo lugar en los alrededores de su casa de Gad’s Hill, un 3 de septiembre de 1860. Gracias al descubrimiento de estas cartas hemos podido constatar que los amores de Copperfield y Dora son, en realidad, los de Dickens y la joven señorita Beadnell: ahí fue donde el escritor plasmó sus sentimientos y donde cuenta los detalles de su enamoramiento, y ahí también donde recreó al objeto de su admiración en la joven Dora, con todas las características físicas que adornaban a Beadnell.
Entre los muchos valores de Dickens se encontraba su capacidad comercial y de negociador, su visión de futuro y su facilidad para gestionar sus ganancias. De modo que su autobiografía se convirtió en novela y su amigo John Forster asumió la responsabilidad de convertirse en su biógrafo, tarea que comenzó aún en vida del escritor haciéndole de confidente en lo personal y consejero en lo profesional, y cuya obra, nutrida en páginas, incluye muchas de las cartas que intercambió con Dickens. Esta cercanía fue un arma de dos filos: intentaba ofrecer al mundo un relato que potenciara lo mejor de Dickens, y mantener en secreto todo aquello que pudiera perjudicarle o ensombrecer la imagen que el mundo tenía de él, seguramente en aras de su amistad –Forster ha obviado algunas relaciones de Dickens que tuvieron un peso importante en su vida, especialmente en su juventud, como Henry Kolle– pero también en un intento de proteger por todos los medios a la gallina de los huevos de oro. Dickens es el paradigma de novelista inglés de la época victoriana, y este cargo no era fácil de llevar. Sus opiniones, su comportamiento, sus relaciones y sus obras, literarias o no, tenían un peso especifico importante en un época gobernada por un código moral estricto y en una sociedad que funcionaba con grandes dosis de hipocresía, y si pensamos que la amistad con Forster nació y creció en el momento de su vida en que ya estaba establecido social, económica y profesionalmente, que tanto su obra como su estatus de padre y esposo ejemplar eran de todos conocidos, gracias a una suerte de prensa del corazón que ya imperaba en la época, no debió ser tarea fácil para su biógrafo nadar y guardar la ropa.
De hecho, en su obra Vida de Charles Dickens, Forster confiesa lo siguiente: «Él también tuvo su Dora, subida en un pedestal parecido; se esforzó por alcanzarla, como si fuera lo único en el mundo. Y aún más inalcanzable, porque ni él lo consiguió ni ella murió feliz. Pero un ídolo, igual que el otro, sirvió de pretexto para echar el resto en aquel entonces, y en la verdad como en la ficción proporcionó al idólatra unos días insustanciales de felicidad y locura. Yo solía reírme de él y decirle que no creía en ninguna Dora salvo la del libro, hasta el incidente de la súbita reaparición en su vida de la verdadera, casi seis años después de que se escribiera David Copperfield: con esto me convencí de que estos capítulos habían tenido un basamento mucho más real del que yo me inclinaba a imaginar».
Sin embargo, en una carta a Forster, Dickens le reprocha su insistencia en negar
lo evidente: «No entiendo bien lo que quieres decir con eso de que estoy dando demasiada importancia a un sentimiento mío de hace veinticinco años. Si te refieres a mi propio sentimiento, sólo con que tengas en cuenta la desesperada intensidad de mi natural y pienses que todo esto sucedió cuando tenía la edad de mi hijo Charley, podrás aceptar que esta historia eliminara de mi cabeza cualquier otro pensamiento durante cuatro años, cuatro años en un momento de la vida en que cuatro es igual a cuatro por cuatro». Maria Beadnell fue para Charles Dickens un amor de juventud, sin duda, pero no sólo eso. El acceso al universo Beadnell se produjo hacia 1830, cuando trabajaba como corresponsal del Parlamento y estaba empezando a ver los frutos de su esfuerzo en lo profesional, y cuando parecía que su familia se estabilizaba por fin, después de una historia interminable de traslados de domicilio impuestos por el trabajo del padre y por las deudas. Estas experiencias, parte de las cuales se narran en sus novelas, moldearon el carácter de Dickens que aprendió el valor del dinero y la previsión y sintió la necesidad imperiosa de buscar la seguridad y el calor familiar. Los Beadnell, en cuyo círculo probablemente le introdujo su amigo Henry Kolle, eran el símbolo de la estabilidad a las que él aspiraba, y en un momento de su vida en el que empezaba a establecerse como periodista, su carácter apasionado y previsor al cincuenta por ciento le impulsaron a buscar, tal vez de manera aún inconsciente, una compañera de travesía.
Las cartas son escasas: de la época juvenil se conservan sólo seis, y ellas una no va dirigida a Maria Beadnell sino a su amiga Mary Ann Leigh, motivo de desavenencias entre los amantes. Son unilaterales, porque sólo nos han llegado las que escribió Dickens a Maria, y no sus respuestas, dándonos así una visión refleja de los puntos de vista y las confesiones de ella a través de Dickens y los juicios que él establece de los actos de Maria. Y son castas: no contienen detalles escabrosos: citando de nuevo a H. Harper, «aunque de índole privada, la correspondencia entre Dickens y Beadnell no contiene nada que pueda sacudir la moral más sensible. No hay nada en las cartas que pudiera perjudicar su reputación o diezmar la reverencia que inspira su memoria». En 1855 se reanuda su correspondencia con Maria Beadnell, convertida ahora ya en señora Winter. Las cartas de esta segunda serie son mucho más interesantes desde todos los puntos de vista, salvo el de la inmediatez y la inocencia que nos proporciona aquel puñado de misivas adolescentes. Es a partir de este momento cuando Dickens abre su corazón, con la perspectiva que da la distancia, escribiendo algunos de los párrafos más hermosos de su correspondencia:
Imagino, aunque tal vez no haya usted pensado mucho, en los últimos tiempos, que yo la amaba entonces como ama un hombre, que habrá visto reflejada en mis libros la pasión que por usted sentía, y que habrá pensado usted que no es cosa de broma haber amado así; y es posible que haya visto en algún detalle de Dora pequeñas pinceladas de lo que usted era. Estoy seguro de que sus gracias se habrán perpetuado en sus niñas y volverán loco en su momento a otro joven amante, aunque este nunca sea tan devoto como lo fuimos David Copperfield y yo.
Charles Dickens
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