El caso Brasillach, anatomía de un juicio

AD/ Antonio Jiménez-Blanco, 22 de abril de 2025

Este es un trabajo de historia –de la historia de Francia en los años 1940 a 1945, sobre todo–, pero que diríase hecho para los juristas. Un libro que, aun con objeto en otro tiempo, y versando sobre otro país, resulta para nosotros interesante en grado superlativo. De los que uno se alegra de haber leído, por lo que enriquecen e ilustran. Por las muchas dudas que suscitan, también.

Sabemos bien que la noción de Estado de Derecho no se entiende sin ese feliz vestigium trinatitis que es la teoría de la división de poderes que formularon los maestros Locke y Montesquieu: legislativo, a ser posible, democrático; ejecutivo; y (con actuación independiente de ellos y a modo de mecanismo de control de que el segundo se aquieta a lo que ordene el primero) judicial. Pero concurre una segunda obviedad: que, como siempre sucede, la vida es mucho más compleja –e imperfecta– que los diseños de laboratorio. Hay sobre la mesa varias preguntas, que siguen dando lugar a debates a los que no se les termina de ver el final. Por ejemplo y sin agotar el temario:

Primero. ¿Todas las leyes deben ser cumplidas por igual? ¿No las hay injustas y que merecen rechazo, como por ejemplo las retroactivas in pejus? Lo que plantea otro interrogante: ¿quién es el que se debe o puede considerar perjudicado por la nueva disposición, el que infringió la antigua o por el contrario su víctima?

Segundo. ¿Caben las normas que prohíben expresar las opiniones? En teoría, no, pero bien se sabe que todos los gobernantes, y también los de origen representativo, aspiran a moldear las mentalidades -lo que hoy llamamos el relato- y bien saben que para ello se puede emplear, además del palo, la zanahoria o, dicho con más precisión, el natural temor de los destinatarios a la pérdida de la zanahoria de la que están disfrutando.

La tesitura anterior se aplica en primer lugar a los que hacen de la pluma su instrumento de trabajo: los escritores o, en sentido amplio, los intelectuales, a los que se presume su condición de poderosos influencers (recuérdese que, en la época de Napoleón III, entre 1851 y 1870, tanto Baudelaire como Flaubert se vieron sometidos a ese tipo de acusaciones por lo que entonces era algo muy grave, su impiedad). Y ello aun sabiendo que en ese oficio lo que más abundan son los que propenden a mostrarse como cortesanos del poder político de turno, sea cual fuera su concreta orientación ideológica. Nadie ignora cómo son los cortesanos: a la hora del elogio (“la lisonja”) tienden a la desmesura –la exuberancia, por así decir–, mientras que, bien a la inversa, cuando en la conducta del jefe se embosca algo reprochable, el escriba pasa a desplegar el silencio más sepulcral.

Trapiello tiene muy calados a los que, en un bando o en el otro, vivieron la guerra civil española: del análisis de Andrés no queda títere con cabeza.

Tercero. Dando por cierto que en la aplicación de las normas -la tarea de los órganos judiciales- caben varias interpretaciones (lo sea, que no estamos, aunque le pese al maestro de Burdeos, ante “la simple boca” que pronuncia sus palabras), ¿cómo deben seleccionarse las personas llamadas a desarrollar esa tarea? ¿por elección popular? ¿por designación de los partidos políticos, es decir, lo mismo pero con intermediación de tan peculiares sujetos? ¿qué papel reservar a la meritocracia y en particular al conocimiento jurídico? Con esto último ¿estamos de verdad ante algo neutral o por el contrario en ello se emboscan sesgos por el origen social y que por tanto condicionen la ideología?

Cuarto. ¿Qué sucede cuando, en un régimen democrático, nos encontramos -por excepción- ante instituciones provisionales, interinas o, como se dice en España, en funciones, lo que por cierto significa justo lo contrario de lo que parece: sin funciones o al menos con funciones limitadas?

Quinto. ¿Resulta lícita la pena de muerte por determinados delitos y en ciertos casos, aunque sólo sea por sus (pretendidos) efectos disuasorios de los criminales? El debate está cerrado en España desde 1978 y en Francia desde 1981. En la Unión Europea, la Carta de los Derechos Fundamentales se pronunció en el mismo sentido en 2001. Pero no sucede lo mismo en otros lugares, incluso en occidente. La mención a Estados Unidos resulta obligada.

……….

El listado de cuestiones críticas podría seguir. Y no habrá que recordar que esas discusiones surgen sobre todo en situaciones excepcionales, en las que todos los dogmas y las buenas intenciones se someten al roce con una realidad en la que hay que conformarse con elegir el que, entre dos o más males, es el menor. Y eso es cabalmente lo que sucedió en Francia en la época en la que hemos de centrarnos. Baste el recordatorio de los siguientes hechos, expuestos de la manera más sintética posible.

La legitimidad social de la Tercera República vivía una época de crisis muy profunda a finales de los años treinta del siglo XX. Y ello en el contexto de una sociedad donde el antisemitismo se encontraba muy extendido: empezó siendo uno de los rasgos de la derecha –recuérdese el affaire Dreyfus de finales de la centuria anterior–, pero en seguida se convirtió en algo en buena medida transversal.

En junio de 1940, Alemania –o sea, Hitler– invadió (“ocupó”) buena parte del país, cuya población asintió mayoritariamente: fueron colaboracionistas –sobre todo, entre las mujeres: la colaboración horizontal–, bien activos, bien al menos pasivos. Los judíos pasaron a ser no sólo odiados, sino también perseguidos e incluso deportados –esa es la palabra– a los campos de concentración y/o exterminio de Alemania y de Polonia. Particular referencia entre la infamia merece la redada del Velódromo de Invierno de París (el “Val d’Hiv”) de 16 de julio de 1942, con más de 13.000 víctimas.

Enfrente estaba, sí, la resistencia. Pero nadie ignora que héroes hay pocos: eran cuatro gatos, como suele decirse.

Esa situación duró hasta el verano de 1944. Es decir, menos de un lustro: Vichy, con Pétain al frente. Una época espeluznante, donde todo el mundo se dedicaba a espiar y delatar al vecino, a ver si así se salvaban ellos. Y donde, entre los intelectuales, muchos, se insiste, se convirtieron en propagandistas del régimen o como poco buscaron un modus vivendi para seguir con sus actividades.

El 6 de junio de 1944 los aliados –británicos y americanos– desembarcaron en Normandía, pero eso no significa que todo pasara de súbito a ser maravilloso: apenas cuatro días más tarde, el 10, los alemanes montaron una escabechina en Oradour-sur-Glane, en el departamento de Alto Vienne, con más de mil muertos. Y es sólo un ejemplo.

París fue objeto de liberación –esa es la palabra– el 25 de agosto, por cierto con participación muy importante de soldados españoles. Pero fue entonces cuando Carles de Gaulle, a quien se entregó el gobierno provisional, pronunció su discurso más famoso, proclamando que Francia se había liberado a sí misma. Una mentira quizá piadosa, pero desde luego una mentira.

Para entonces, la guerra no había terminado en Europa, porque Hitler seguía en Berlín y allí permanecería hasta el 30 de abril del año siguiente, 1945, cuando llegaron los rusos. Más aún: entre medio el ejército alemán tuvo arrestos para montar la ofensiva de las Ardenas.

En ese período de los ocho meses que transcurrieron entre agosto de 1944 y abril de 1945 es cuando vino la revancha, la vuelta de la tortilla o como la queramos llamar. En noviembre de 1944 se decreta oficialmente la ilegalidad del régimen de Vichy, con sus pompas y sus obras, que sirve de base jurídica -junto con la tipificación en fondos de los crímenes contra la humanidad, con carácter retroactivo- a que ahora se llama la Purga: el procesamiento de los colaboracionistas, con especial atención a los intelectuales. Entre los condenados a la pena capital y fusilados estuvo un escritor de apenas treinta y cinco años y apellido catalán, Roberto Brasillach (no en vano había nacido en Perpiñán) y que se había destacado como un vocero de los ocupantes -y un antisemita- a todas horas: un energúmeno, dicho sea sin paliativos. La ejecución tuvo lugar el 6 de febrero de 1945, sólo ocho días después del juicio.

Ni que decir tiene que no todos los colaboracionistas se vieron perseguidos, porque de lo que hoy conocemos como justicia transicional -cuando lo que se juzga es una época, de la que las personas son sólo piezas- forma parte el perdón (implícito) a la mayoría de los que se arrimaron, en uno u otro grado, al sol que más calentaba. Igual que en la Alemania de 1945 -o en el Berlín de 1989/1990, cuando se puso fin a la Stasi- sólo se castigó a algunos: los necesarios para ser ejemplarizantes. Que esa manera de proceder (quizá obligada por puro sentido común: no hay cárceles ni patíbulos para todo el mundo) deja muchos puntos flacos o débiles resulta indiscutible: más que justicia, es un escarmiento. Un aviso para la siguiente vez.

………

En los ochenta años transcurridos desde entonces todo ha cambiado mucho. En Francia, sobre todo a partir de la Presidencia de Chirac, la historia oficial ha pasado a ser más realista y reconocer los hechos como fueron. Y, entre el electorado –la sociedad–, ha calado mucho una extrema derecha que mantiene sobre la época de 1940-1944 un relato indulgente. Brasillach ha ascendido de mero chivo expiatorio o  cabeza de turco, a la categoría de  auténtico mártir, casi un nuevo André Chénier, el poeta guillotinado en 1794, cuando se pensaba que, habida cuenta de donde venimos, el terror, guste o no, constituye un peaje indispensable para terminar llegando al paraíso de la libertad: el reino feliz de los tiempos finales. Aunque, en punto a las relaciones con los judíos  –ahora ya, desde 1947-1948, con un estado propio, el de Israel–, es de destacar que el antisemitismo ha cambiado de acera y es la izquierda quien lo abandera. La vida tiene esas cosas: lo que Giambatista Vico llamaba corsi e ricorsi. Nada es lineal ni eterno.

Así las cosas, sucede que en los últimos veinticinco o treinta años se han publicado en Francia infinidad de libros sobre el París de esa época, con opiniones muy matizadas acerca de la liberación –en buena medida, un ejercicio de transfuguismo colectivo, como esos bautismos en masa que organizan algunas sectas– y, en lo que hace a la Purga, poniendo los puntos sobre las íes. Cada vez más íes y cada vez más puntos, en efecto.

……….

El libro que da lugar a estas líneas, El caso Brasillach, tiene como autor a una americana, Alice Kaplan, y se publicó en inglés en 2000. Lo que ahora ha llegado es la traducción al español, de la mano de Francisco Campillo. Gran iniciativa de la editorial Fórcola. Para los juristas presenta un particular interés, en primer lugar, el análisis que se hace de la Administración de Justicia en las dos épocas, la de 1940-1944 (Vichy, donde proliferaron los Tribunales y las Secciones especiales) y desde 1944 (la Purga, a cargo de unos Jurados nombrados por las Comisiones de Resistencia y cuyo veredicto de condena estaba cantado desde mucho antes), aunque en la mayoría de las ocasiones a cargo de los mismos funcionarios, es decir, con continuidad en lo subjetivo. El Fiscal del caso Brasillach, que se llamaba Marcel Reboul, había ejercido su oficio durante la ocupación y, como era de esperar, el defensor del reo se ocupó de restregárselo durante la sesión del juicio.

Lo segundo a resaltar es el análisis de la concreta normativa que se aplicó. La condena no fue por antisemitismo o en general por lo que hoy llamaríamos delitos de odio, sino por inteligencia con el enemigo, vulgo traición: artículo 75 del Código Penal, y ello en el marco del “sentimiento nacional”, noción que, como se explica en página 204, pasó a ocupar el centro del debate. En una sociedad de personas que lo hacían todo a oscuras, los escritores –los escritores cortesanos, en particular– eran, como se ha indicado, los que peor lo tenían: se lo habían puesto muy fácil a los que, cuando cambiaron las tornas, pasaron a ser sus implacables acusadores: por la boca muere el pez.

Y tercero y más importante: el relato que en páginas 233 a 297 se hace del juicio, empezando por la requisitoire –la acusación– y yendo luego a la defensa –plaidoirie–, para terminar con el interrogatorio a quien se sentaba en el banquillo.

No procede hacer un spoiler y reproducir los contenidos del libro en esos extremos ni en ninguna otra parte de las 364 páginas (más 40 de citas con letra minúscula). Lo mejor que puede hacer el lector de estas líneas es agenciarse un ejemplar y entregarse a profundizar en él. Le servirá para poner en contexto y desdramatizar lo que estamos viendo en la España (y el mundo) de 2025 en lo que concierne a lo jurídico. No resultaba imaginable que el derecho se mostrase así de líquido, en el sentido de Bauman e incluso mucho más: cuando no son los aranceles de Trump mediante una simple Orden ejecutiva son, para los políticos catalanes –con amplio apoyo social, eso sí– condenados por los delitos más graves, los indultos, las amnistías e incluso las medallas: lo que se dice pasar de villano a héroe. Y sin que falten hay ejemplos de lo reverso.

En el pensamiento de los físicos se cumple ahora un siglo desde que Werner Heisenberg formulase en Múnich el principio de incertidumbre (“no se puede medir al mismo tiempo la posición de un objeto y su movimiento, más allá de la constante de Planck”). Hora es de que los juristas vayamos cayendo en la cuenta –Nieto lo advirtió hace décadas– de que, queramos o no, esos son los tiempos que corren: lo último que podemos ofrecer es certezas. Como bien anticipó Tayllerand acerca de la convulsa Francia de su época -un anticipo de la de 1945-, “la traición es cuestión de fechas”. Moraleja: entre nosotros no hay que tomarse las cosas en serio, aunque a Robert Brasillach su locuacidad –los excesos de los cortesanos, ya se sabe– le terminase costando, literalmente, la vida.

Y para remontarnos aún más: como bien se recuerda en el Prólogo de la traducción española, el concepto de chivo expiatorio, toda una metáfora de la zoología, viene nada menos que del libro del Levítico, el tercero de los del Antiguo Testamento, de inmediato tras el Génesis y el Éxodo. Se dice pronto.

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