Iñigo Linaje/ El Correo, sábado, 21 de octubre de 2023
El escritor mallorquín –que recopila en Vladivostok columnas periodísticas que forman «un ensayo sobre la cultura europea tal como la conocimos»– ha hecho razón y seña de su origen insular, lejos de los centros neurálgicos de la literatura.
Hay ciudades a las que no se debe volver. Y ciudades que, por su belleza insigne o decadente, invitan al sedentarismo. José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956), que ha vivido siempre en su localidad natal alejado de los centros neurálgicos de la literatura escribe en sus memorias: «Una isla ya es, de por sí, un destino». Poeta, diarista, novelista y traductor, Llop ha hecho razón y seña de su origen insular y ha trasladado ese mundo (no solo) a sus libros sino también a sus artículos de prensa. Fruto de su trabajo periodístico es Vladivostok, la recopilación por la que desfilan ciudades y escritores además de asuntos de la actualidad social y política. Aunque hay columnas inspiradas en hallazgos literarios y obituarios, la mayoría están vertebradas por su propia experiencia: sus encuentros con Michael Tournier o Umberto Eco, sus viajes a Francia, la música de Dylan y Leonard Cohen.
Por esa razón, Vladivostok (la ciudad rusa donde terminaba el Transiberiano) es algo más que una mera reunión de artículos, ya que en él están presentes muchas de las constantes de la obra del autor: los viajes, la geografía de la memoria, el homenaje a escritores y amigos. «El libro lo integran todas las Terceras que publiqué en ABC durante diez años. Al unirlas se produjo su conversión en un ensayo sobre la cultura europea tal como la conocimos. Es una de las alegrías que me ha dado este libro», cuenta desde las islas.
–A pesar del desencanto que muestra en el epílogo respecto al periodismo, no son pocas las editoriales que lo están poniendo de relieve como forma excelsa de literatura. ¿No le parece contradictorio que en un momento en que la prensa escrita vive sus peores días suceda esto?
–Tanto como excelsa no me atrevería a decirlo. Como forma viva o muy viva, sí. Piense que la vieja tradición de las Terceras venía dada por sus autores, escritores no periodistas la mayoría. A partir de Tom Wolfe y el nuevo periodismo, el papel del escritor como colaborador de un periódico varía y son bastantes los periodistas que desean para sí ese papel y lo hacen suyo. Pero no sé si esto salvará a los periódicos del peor momento de su historia.
–En su libro abundan los textos autobiográficos, algo poco habitual en el género. ¿Qué sentido tiene para usted este oficio después de cuatro décadas?
–El mismo que tenía hace cuarenta años. Y la misma ilusión al escribir un artículo. ¿Para qué escribir, si no existe esa ilusión? Me interesan los buenos escritores, en periódicos o fuera de ellos. Lo malo de hoy en día es que se mezcla opinión e información con demasiada ligereza.
–Visto en perspectiva, y a tenor de los tiempos que corren, rendidos a la tiranía de lo inmediato y a la sobreinformación, ¿es Vladivostok una reivindicación del humanismo y de la cultura europea del siglo XX?
–Ojalá lo sea. Es el humanismo lo que nos salva de la oscuridad provocada por su reverso.
Jubilado ya de su trabajo como bibliotecario, el escritor sigue cultivando con regularidad la poesía y la novela. Algunas de sus recientes entregas narrativas apuntan a eso que la crítica denomina autoficción (un término que él detesta), pero lo cierto es que Reyes de Alejandría (2016) o En la ciudad sumergida (2010) bien podrían encajar en el saco memorialístico. De hecho, si la primera puede leerse en clave autobiográfica, la segunda es una espléndida recreación de la Mallorca de los años setenta. Unas memorias de juventud escritas por un hombre que ha bebido de autores como Orhan Pamuk y Patrick Modiano. Un fresco por el que pasean figuras clave de su mitología sentimental como Robert Graves y Llorenc Villalonga.
–Algunas de sus novelas dialogan con la historia, sus diarios están llenos de lirismo, su poesía contiene elementos narrativos. ¿Cuál es el núcleo que une sus intereses?
–Lo que un pedante llamaría «mi mundo literario». Es un todo que se manifiesta a través de distintos géneros y nace de mi manera de entender y estar en la vida.
–¿Siente nostalgia de la Palma de los ochenta, de los clubes de jazz, de sus encuentros con Cristóbal Serra o Andreu Vidal y el mundo que le descubrieron?
–Soy más de la Palma de los 70 que de los 80. Lo bueno que tuvieron los 80 para mí lo veo como una propina de aquellos 70. Y no siento nostalgia; no es buena compañera. Si por algo destaca Llop es por su condición de diarista. El escritor, uno de los impulsores de su auge en la España de los noventa, no publica uno desde 2006. «Soy un vago», confiesa. «Hace años que tengo un nuevo tomo casi listo. Le falta un poco de edición y entregarlo a la editorial». Cinco son los títulos que ha publicado hasta la fecha, entre ellos La estación inmóvil, Arsenal y La escafandra. Todos magníficos y deudores del espíritu de Ringer y Renard y de los moralistas franceses del siglo XVIII. Todos llenos de reflexiones y vivencias robadas al tiempo de la vida.
Mientras ultima otra novedad editorial, José Carlos Llop escribe su artículo semanal para el periódico, rastrea pasajes históricos con los que urdir sus narraciones y crea versos nuevos. Su poesía, lejos del carácter elusivo y abstracto de antaño, ha ganado con los años en narratividad y concreción; su prosa, en elegancia y brillantez. Le imaginamos en su residencia de Mallorca escuchando como un ritual una pieza de Bach y Like a rolling stone. Es lo que hace todas las mañanas antes de sentarse a escribir.
–¿Qué le da, como escritor como lector, la literatura? ¿De qué le ha salvado?
–La literatura acompaña e ilumina; salvar, nos salvan otras cosas Pero la literatura puede contribuir a salvarnos de nosotros mismos.