Los días del poeta

Ayer, concierto en el Auditorio Nacional. Recital del pianista argentino Nelson Goerner. En la segunda parte, el programa anunciaba una sola pieza, la Sonata en Si menor de Franz Liszt: según las notas del programa de mano, «uno de los puntos más elevados del pianismo romántico». La interpretación, soberbia, nos sobrecogió a los asistentes y nos mantuvo con el corazón en un puño y en silencio sepulcral, hasta la ejecución magistral de los últimos minutos de la composición, que nos dejó casi sin respiración.

La Sonata de Liszt, a pesar de la formalidad clásica de la pieza sonata, está al servicio del virtuosismo, y solicita del intérprete una entregada mezcla de eficacia en la ejecución y pasión contenida en su desarrollo. A pesar de la formalidad, la obra se desarrolla sobre cuatro temas principales recurrentes en una serie de episodios en forma de variación, dotándola de cierto carácter de poema sinfónico. Asistimos a un drama poético que se desarrolla ante nosotros sin perder nada de su misterio.

Traigo esto al hilo estas pinceladas musicales porque me remiten, por analogía, al género del diario, y en concreto, al libro de Juan Malpartida, Al vuelo de la página (diario 1990-2000). En este diario de escritor, de un escritor que es poeta, se cruzan y descruzan algunos temas principales, que se desarrollan a modo de variación, mientras late una voz bajo todos ellos. En sus encuentros y desencuentros, en sus lecturas, pulsa sotovoce el latido del escritor, que no llega a desvelar todo su misterio, todas sus posibilidades. La Sonata de F. Liszt me ha llevado al libro de Juan Malpartida, su diario, que os recomiendo encarecidamente.

Mejor que yo para hablar del libro, os dejo el texto que Blas Matamoro ha publicado en Letras Libres. Espero que os inspire.

 Los días del poeta 

A pesar de que se anuncia como un diario, este libro excede sus límites: y se propone como un indeliberado pero cumplido autorretrato del autor. Si digo autorretrato no pienso en autoanálisis, sino en lo que un tercero puede percibir del retratado: una presencia hecha objeto. En efecto, hay apuntes diarios de hechos que ocurren mientras los comenta el diarista. Pero también relatos de viajes, memorias familiares, pequeños ensayos, documentos del autor y de terceros. El resultado, diría, es la composición de una historia, pues el Malpartida que lo comienza es alguien más reticente, alejado y volcado a la meditación abstracta que el final, donde lo confesional, lo personal y la cercanía táctil pasan a primer plano. Quizá la aparición del hijo, desde su estado prenatal hasta los primeros pasos, sea decisiva. Con todo, la habilidad del escritor nos ha ido matizando el cambio sin que lo advirtiéramos.

Sería cruel y no cabría en estas líneas siquiera un veloz catastro de temas. Hay escritores que insisten y que Malpartida relee y toma del referencia, no siempre para coincidir, como exige la ética del buen lector: Cioran, Ortega, Paz, Savater, Borges, Montaigne. Hay un repaso a personajes instituidos, con un ojo crítico certero y nada complaciente pero asimismo desprovisto de «mala hostia» local: Haro Tecglen, Juan Goytisolo, Camilo José Cela, Eugenio Trías, Rafael Conte, Félix Grande, Günter Grass, José Saramago, Rafael Alberti, Ernesto Sabato. Hay poetas cuya lectura es un variado homenaje: Pablo Neruda, José Gorostiza, José Ángel Valente, Enrique Molina, Roberto Juarroz (anoto lo saludable que es unificar las lecturas en nuestra lengua, sin poner aduanas que jerarquizan el antiguo imperio y borronean nuestra auténtica historia común: las palabras). Hay retratos muy bien perfilados, como los del escritor Juan Gil-Albert y el pintor Juan Soriano. Un par de semblanzas paralelas pasan al renglón de las memorables: Zambrano/Lezama Lima y Pla/Baroja.

Desde luego, está Octavio Paz, seguramente cubriendo todas las categorías anteriores. Creo advertir un modelo a tener en cuenta por Malpartida: Paz como viajero entre mundos sin perder la perspectiva del universo. Quizá solo un poeta —pienso en Goethe, en Valéry, en Leopardi— puede cumplir esta tarea, por las similitudes que, con muy relativa facilidad, encuentra el poeta en medio de la selvática variedad mundana. Al releer a Malpartida, me parece que la capacidad paciana para curiosear con equivalente pasión en disciplinas, lenguajes, gentes, épocas, artes, artesanías y artilugios viene de creer en la coralidad del mundo, una especie de multitud que dice y que se escucha a lo largo del tiempo, vagando por el espacio de nuestra dichosa esfera terrestre. Y en este libro, Paz, hasta el momento ele su muerte, aparece y reaparece, toma la palabra, escribe cartas, opina, se pasea y tiene una cercanía tan templada que se nos hace familiar.

 

El libro actúa con brevedades, desde algún aforismo hasta una anécdota o una reflexión de dos o tres páginas. No se somete al rigor cotidiano del diario, pero aun en este como en aquel aspecto de formato creo advertir disimuladas costuras que sostienen el conjunto y remiten a una actitud privilegiada del escritor: la perplejidad interrogante que le suscita el hecho de escribir. Digo hecho, no oficio, hábito, manía, obsesión ni —Dios me libre— profesión.

Se escribe desde el deseo, que es pura inminencia, y con lucidez en el lado de sombra de las palabras, o sea despierto en la oscuridad, en la densidad corpórea del verbo, en su tejido previsible y siempre inesperado. Y se escriben unas palabras que, divertidas y canallas, seguras y fugitivas, siempre van más allá de sí mismas. Van al encuentro del lector, ese desconocido cercano y embozado, y van a la zona fronteriza del significado, donde dirán lo que el escritor, muchas veces (¿siempre?) no llegará a oír. Mejor queda citado: «Hecha de metáforas, imágenes y ritmo, la poesía está a medio camino entre la voluntad de designar y la del constituirse en aquello que designa.» En ese intersticio queda atrapada la autoría, «un momento casi ficcional: en la biografía del escritor», que se suma a la inestable paisajística del yo, (no por nada Malpartida se reconoce en Montaigne).

Nunca se acaba de escribir, dado que siempre se está escribiendo otra cosa de lo que se quiere o se cree estar diciendo. Vuelvo a citar: «Un escritor, sobre todo un poeta, está condenado a exigir mucho de las palabras y, al mismo tiempo, desear desprenderse de ellas. Es una tarea loca.»

En otro registro, escribir es vivir muriéndose o morir viviéndose, como el resto de cuanto nos ocurre, solo que el despierto en la sombra tiene, el añadido de saberlo. Lo cotidiano y sus lagunas —o dicho de manera más tangible: la vida y sus intermitencias piden un texto que amenaza con el caos y acaba siendo, como un poema, una armonía de contingencias.

(C) Blas Matamoro

Letras Libres, Marzo de 2012.

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