Luis Bravo, El Imparcial, 11 de agosto de 2024
Un día, gracias a la literatura, puede sentirse como uno que contiene todo el peso de los eventos que suceden a lo largo de un año, de una vida. Por el contrario, esa misma dilatación puede ceder espacio a la nada absoluta. Qué día, se me ha pasado volando, decimos atorados, rogando que no nos surjan más imprevistos estresantes. Este día no se va a acabar nunca, decimos hartos de su vacuidad, del aburrimiento. Como remedio, una atención privilegiada y disciplinada podría socorrer la mezcla de ahogo y desazón mediante el rescate de todo lo meritorio de un tipo de día u otro. Un diario, una de sus variadas formas de hacerlo, es lo adecuado en estos casos.
De entre los nombres contemporáneos y clásicos que suelen citarse al referir la escritura diarística en nuestro país, el de Miguel Ángel Hernández tiene la singularidad de lo meticuloso en su aportación a la causa. Su última recopilación, ya que previamente fue apareciendo por entregas en el periódico murciano La Verdad, es Tiempo por venir. Diario de escritura. Es importante ese subrayado, pues nos indica que cumple con lo esperado de cualquier diario, la suma de días y lo que deparan o sorprenden, pero también el seguimiento exhaustivo de sus deberes como escritor, de sus desfallecimientos y reproches y asombros. Es destacable también porque las anotaciones son diarias; una rareza, pues casi todos, a la hora de ser editados, llegan con elipsis o solamente determinadas ocasiones, sin tanta exactitud consecutiva.
Seguimos al autor por sus mudanzas, sus operaciones, rehabilitaciones, correcciones de exámenes, talleres impartidos, presentaciones literarias, viajes, pero sobre todo farras, muchas. No más juergas que las que cualquier hijo de vecino podría correrse, pero unas cuantas, sí, con un toque realmente cómico por esa conciencia de no tener ya la edad, ni el tiempo ni los méritos físicos para sostener el aguante, pero siguiendo ahí, como una especie de Bartleby que a cada nueva proposición de liarse se dijera: no he tenido remedio, he tenido que hacerlo. Las resacas están tan presentes como los episodios de arrebato narrativo, pues Hernández escribe y escribe como la manida frase de no haber un mañana. Persigue la idea, la bosqueja escribiéndola a mano en su cuaderno y la trabaja hasta obtener de ella la forma que verdaderamente piensa ha de tener para que el texto adquiera valor, relevancia para él y para quien lo lea. Es un escritor que macera su trabajo. Puntilloso y receptivo de las maneras narrativas, ya sea viendo una serie en su casa o leyendo a sus compañeros de profesión y catálogo.
Hernández, ateniéndome a estas páginas, me ha parecido un lector agradecido. Es de los que cita nombres, y exceptuando algunos, para la gran mayoría —sean amigos, conocidos o no— tiene palabras amables dirigidas a sus libros o a sus personas, por admiración o complicidad ganada. Es un buen contrapunto al tópico de que los diarios están llenos de fragmentos insidiosos contra el prójimo, algo que, por otra parte, no deja de ser cierto y alienta una de esas facetas características de los mismos.
La lectura de Tiempo por venir, para quienes se acerquen por vez primera a un libro de este calibre, podría resultar excesiva. Como en los diarios de Thomas Mann, las anotaciones recogen cada movimiento, pensamiento, etc., y la utilización de la segunda persona, si bien por un lado es la baza de Hernández para impedir que escapemos de la lectura, agota por momentos en los que hubiera sido preferible algo de poda, cierto recorte que no nos hiciera seguir cada minuto al dedillo.
Con todo, este diario esconde frugales pero muy inteligentes reflexiones acerca del oficio, en los que el trance no ensombrece la parte realista, dura pero fructífera de sentarse a crear una novela, un breve ensayo; de batirse con lo que salga al paso, pero sabiéndose remediar con una merecida siesta.