Ignacio Armada Manrique / El Debate, 13 de julio de 2024
Camba conduce, y lo mejor que puede hacer el lector es disfrutar del paisaje y no distraerle.
Es anécdota tan repetida que tiene olvidado su origen, que no es otro que unas líneas en el libro de viajes de Oscar Wilde, Un paseo por Yanquilandia. Se cuenta que, en un bar de mineros del Lejano Oeste y sobre la pianola, había un ostentoso cartel que rezaba: «No disparen sobre el pianista, lo hace lo mejor que puede». Ha inspirado nomenclaturas de obras tan disímiles como el título de la novela negra de David Goodis Disparen sobre el pianista –en la que se basaría Truffaut para uno de sus mejores filmes– o la reciente película de animación Dispararon al pianista, de Fernando Trueba y Javier Mariscal, a su vez vinculada a una novela gráfica. El título del libro que ahora reseñamos, Se prohíbe hablar con el conductor, podría tomarse casi como una declaración de intenciones, pues a su autor, Julio Camba, era difícil discutirle, pero imprescindible dejarle escribir sin interrupción. No le interrogues, no le discutas, y tampoco le dispares: lo hace lo mejor que puede, y reconozcamos que tal vez Camba no podía hacerlo mejor (o más bien no podía hacerlo de otro modo), pero es que ya lo hacía muy bien.
Julio Camba, otro de esos literatos de una generación que, como apostillase González-Ruano en una de sus autobiografías, padecieron la incuria de tener que practicar la literatura en los periódicos, goza en nuestros días de un moderado prestigio, gracias al interés y el riesgo de algunas editoriales como Renacimiento -una vez más, el milagroso y encomiable Abelardo Linares– o Fórcola, que publica este volumen en edición de Javier Jiménez, escritor integrado en el selecto grupo de nobles propagandistas de Camba que cuenta con otros, como Pedro Ignacio López o Francisco Fuster. Fórcola ya lanzó recientemente otras dos antologías de artículos de Camba, igualmente ilustradas con impagables fotografías de época, y la que presentamos hoy tiene un especial valor, pues no es una selección (uno de esos actos siempre condenados al descontento de algunos y la alabanza de otros), sino que recoge íntegramente dos de las compilaciones que hiciese en su día su propio autor: Esto, lo otro, lo de más allá y Etc., etc.…, obras de 1945 ambas, y que ya señalaban el período otoñal de este dandi de nuestra literatura.
Se ha identificado generalmente el trabajo de Camba como el de un periodista –dicho con la boca pequeña– y como el de un gran cronista de viajes, amén de que, durante mucho tiempo y tal vez debido a los prejuicios ideológicos de rigor de nuestra piel de toro, Camba era tan solo recordado como escritor gastronómico, pues su La casa de Lúculo o el arte de comer, en el terreno de la escritura sobre viandas, es tan difícil de saltar como la parrilla de un asador donostiarra. En definitiva, Camba es hoy reivindicado como escritor periodístico en la rama de crónica de otras latitudes, cuando en realidad todo lo dicho no son más que rasgos apropiados de su verdadera identidad: Camba era un magnífico gallego, que es un modo definitorio y único de estar en el planeta, pues se basa esencialmente en el encanto de la ensoñación, en darle al comer la ciclópea importancia debida, y en estar siempre en movimiento más allá del hogar, recordando siempre lo bien que se está en casa.
De Camba, innecesariamente, siempre se escribe sobre su peculiar evolución ideológica: adolescente anarquista y fugitivo de la justicia, colaborador de publicaciones de líneas editoriales enfrentadas, y posteriormente articulista cuyos asertos traslucen conservadurismo… y, por qué no decirlo, una actitud que puede entenderse como reaccionaria. No es asunto que aquí tenga sentido alguno ventilar, pues tenemos la convicción de que a Camba, como a muchos otros en el siglo XX, le parecía que la política era un estorbo en su vida, y lo cierto es que el trasnochado axioma comunista de que «todo es política» puede quedarse para el que no quiera entender que quienes lo defienden son, principalmente, los políticos que viven de ello.
Otro de los miembros notables de la cofradía de Camba es el novelista y articulista Muñoz Molina, cuyas simpatías socialdemócratas nunca le han impedido glosar las excelencias de escritores como Plá o como nuestro ilustre gallego. De él escribía que la lectura de un artículo de Camba siempre lleva a la de otro más, y otro más, y otro más. El elogio está totalmente fundamentado, pero se basa en una de las añagazas características del escritor examinado: la de ofrecer siempre una expectativa que no termina de resolverse, la de escribir vaporosamente, pero con tanta maestría que uno sigue y sigue, buscando el argumento principal, como si existiese. Los libros de Camba no son crónicas de viajes, aunque algunos de ellos casi lo parezcan, como La ciudad automática (sería tan interesante cotejarla con las notas de viaje de Jardiel sobre los Estados Unidos…). No, Camba no escribe sobre viajes, sino sobre vagabundeos, y por eso en sus artículos salta de personajes políticos a modas transitorias, a observaciones sobre camareros o sobre la bolsa, a mínimos apuntes sobre actrices o escritores, pasando por teorías científicas llamativas o ridículas.
Podríamos escribir que en Camba hay ecos de Jardiel o de Ruano, aunque podríamos invertir el fluir de la corriente. Y es que, en cualquiera de los tres, deberíamos buscar el común antecesor, que no son otros que el divino Wilde y el divino Ramón (Gómez de la Serna). Y es que ésta es una de las claves o tal vez la piedra angular de la escritura tan ligera, rica, variada y a la vez reiterativa, elegantemente superflua, líricamente inocente y secretamente profunda de escritores como Camba. Tras el aforismo paradójico preñado de ironía está la constatación permanente de la irrelevancia de casi todo lo que nos rodea, y sin embargo también la añoranza dramática cuando lo perdemos. Una diversión propia de Oscar Wilde, y una poesía inesperada de las pequeñas cosas qué Gómez de la Serna había descubierto para nuestra literatura, y que tan pocas veces le hemos agradecido.
En los artículos de Camba las intenciones, como en el mejor periodismo, están ya en las primeras frases, y las conclusiones, como igualmente en el periodismo, no aparecen por parte alguna. Veamos algunos ejemplos, tomados de de artículos de esta edición:
«Hace sol, y los perros sacan a sus dueños de paseo. Hay dueños muy dóciles, que se dejan llevar del lazo con la mayor facilidad, y los hay, por el contrario, tan reacios y voluntariosos, que a veces no parece sino que sean ellos quienes tiran de los perros, y no los perros quienes tiran de ellos».
«No hay en el mundo mentalidad más rutinaria que la mentalidad bohemia. Una cosa es no tener convencionalismos, y otra tener el convencionalismo de no tenerlos».
«Pero ¿cómo quieren ustedes que el mundo no se declare sinsombrerista? ¿Ante qué o ante quién va a quitarse nadie el sombrero? Porque, aunque parezca otra cosa, los sombreros no son para que uno se los ponga, sino más bien para que uno se los quite».
«Lector: ¿quiere usted que yo le indique un buen ejercicio espiritual para fin de año? Pues ahí va la indicación: revise usted sus ideas. Las ideas son, en cierto modo, como las corbatas: cuanto más originales, cuanto más atrevidas, cuanto más nuevas y vistosas algunos años atrás, más ridículas y anticuadas resultan hoy».
No parece necesario aportar más evidencias. Ya saben: se prohíbe no leer a Camba, y también disparar al pianista. El segundo lo hace lo mejor que puede, y el primero, no lo puede hacer mejor.