Una breve investigación en mi biblioteca me ha proporcionado materia para mi entrada de esta semana de la bitácora de Fórcola. Estos días, al preparar como todos los años la maleta para iniciar las vacaciones estivales, lo primero que cuido con esmero es la selección de libros que me dispongo a leer, sin horarios, sin prisas, sin límites, durante los próximos días. Muchos de ellos quedarán sin abrir, porque, todos los años lo confirmo, mis deseos de lectura superan con creces el tiempo real disponible para la lectura en vacaciones. Y ya no es que uno lleve libros en exceso, sino que las lecturas previstas son muchas veces sustituidas por otras imprevistas, o el tiempo destinado a uno de ellos se dilata, intenso y pausado, en una lectura lánguida y siesteril, en este largo y cálido verano que tanto anhelo. Junto a los libros, y no detalle sin importancia, hay que elegir bien los marcapáginas que guiarán nuestras lecturas.
El marcapáginas acompaña mis lecturas desde que hace años descubrí con horror las tremendas maldiciones y excomuniones que los bibliófilos destinan a todos aquellos que para señalar la página en donde abandonan momentáneamente la lectura doblan la esquina superior externa de la misma. Llevo años acumulando marcapáginas en cajones, estanterías, sobres, carpetas, cajas, y, la mayoría de las veces, descubriéndolos olvidados en libros de lecturas pasadas y también olvidadas, marcando aún, a pesar del tiempo, páginas que en su momento me llamaron la atención, o simplemente recordándome con horror que abandoné la lectura de aquel libro en una página determinada. A veces, con cierta culpabilidad (más tarde con regocijo) retomo aquella lectura que ya no soy capaz de concluir hasta no dejar rastro de aquél abandono.