Carlos Eymar ha logrado con este ensayo titulado El funcionario poeta y subtitulado: Elementos para una estética de la burocracia (y sub-subtitulado mediante un icono de la Dirección General de Tráfico: Atención doble sentido), un libro irónico. Un libro cómico dotado –como diría Saul Bellow– de seriedad superior y dirigido específicamente (y este «específicamente» es, por supuesto, cómico también) a, exactamente, tres millones cuatrocientos veinticinco mil trescientos tres funcionarios españoles. Esto es mucho decir, este dato. Pero, con ser mucho, no es apenas casi nada, si no fuera por lo implicado en el análisis, en la fenomenología del funcionario en cuanto tal que es lo que se lleva a cabo en este libro.
Edmund Husserl ya declaró en –creo recordar– La crisis de la ciencia europea y la fenomenología trascendental, que el fenomenólogo es «un funcionario de la humanidad», que la tarea fenomenológica estricta no podrá ser llevada a cabo por una sola generación de fenomenólogos, por capaces que fueran, sino que requeriría toda una clase entera de funcionarios para llevar a buen puerto la empresa trascendental total. Fijen su atención y excluyan todo lo demás que no sea la palabra funcionario. El interés de este libro de Carlos Eymar procede enteramente de este análisis descriptivo del funcionario.
No se sirve Eymar del método fenomenológico estricto sino de lo que podríamos llamar una fenomenología histórica, sociológica o cultural, cosa que el propio Husserl nunca hizo pero que muchos discípulos suyos sí comenzaron a ejercitar con gran fecundidad espiritual. Debo señalar aquí, antes de internarme en el análisis del análisis de Eymar, que la finalidad de la descripción husserliana es un proporcionar, un dar razón de… todos los hechos pertinentes a un determinado campo de investigación, pero, por supuesto, no puede proporcionar y no proporciona un recuento de todos los hechos, porque el número de hechos de cualquier campo determinado es infinito. El método, pues, utilizado en estos análisis es el de la enumeración trascendental incompleta o el método inductivo intuitivo aplicado a un fenómeno histórico-social como es el nacimiento y expansión del funcionariado. Lamento haber comenzado de un modo tan retumbantemente pedante. Es simplemente mi entendimiento agente, cada vez menos yo mismo, quien requiere situar este libro de Carlos Eymar dentro del correspondiente marco ideológico.
Para llevar a cabo su análisis del funcionariado, se sirve Eymar de una diferencia específica en el caso del funcionario en cuanto tal: considera el caso específico del funcionario-poeta. «Los funcionarios-poetas, reales o imaginarios, ejercen un raro atractivo, su peculiar condición es como una aureola, un suplemento estético que se trasfunde a su obra. Es la fascinación que irradia todo homo duplex y que hay que explicar por el momento de la revelación».
Del mismo prefacio es este otro texto: «Legitimar la existencia simultanea de lo burocrático y de lo numinoso es propio de un nuevo espécimen histórico de homo duplex». El funcionario es un sacerdote. Recomiendo al lector leer muy atentamente el apartado titulado «Idealismo burocrático» (p. 62-69).
De gran interés también es el apartado siguiente, titulado «El funcionario real», pero a mí me interesa más el idealismo burocrático porque engancha, tanto con la idea mencionada del fenomenólogo como funcionario de la Humanidad como con el vate hörderliniano, heideggeriano y rilkeano: lo que permanece los poetas lo fundan… y mil textos más. Sólo mencionaré, para subrayar el carácter sacerdotal del poeta, uno de los Sonetos a Orfeo de Rilke, el diecinueve, de la primera parte.
Pero volvamos ahora al idealismo burocrático. Subraya, por una parte, Eymar, el origen hegeliano del primer esbozo de la personalidad burocrática: si lo verdadero es el todo, el individuo haya su verdad y su identificación moral en la identificación con el Estado, en cuanto este encarna la idea ética. Y, partiendo de Hegel, en estas páginas Eymar va siguiendo el desarrollo de la idea burocrática hasta el grado más alto del individuo funcionario. La vieja mística del sacerdocio –nos dice Eymar– está latente en todos los programas de selección, información, de las modernas escuelas de administración, incluyendo la célebre ENA francesa. (Sacerdocio y funcionariado han estado siempre unidos, adoraban al Dios pero anotaban también las tablillas de arcilla las sacas de grano que entraban o salían del templo.)
Vale la pena citar el texto completo de Eymar, aunque resulte largo: «Los requisitos de idoneidad física o la exigencia de antecedentes penales negativos para ingresar en cualquier cuerpo administrativo son mínimas garantías de pureza, moralidad y ruptura con el universo periférico. Además, se requiere que el novicio termine por considerar su trabajo con toda la seriedad de una vocación a la que se liga toda la existencia material y espiritual. Servicio a los intereses colectivos, independencia de las luchas partidistas, saber específico que proporciona sentimientos de poder y dignidad: he ahí algunos de los contenidos de ese sacerdocio (…)
Vocación que le ha venido de lo alto, nunca confirmada por el pueblo sino por un grupo de expertos que le han considerado digno y capaz. A partir de esa bendición, el funcionario de escalafón (abogado, profesor, economista, arquitecto, médico, militar) encontrará en su pertenencia al cuerpo el sentido de sus ambiciones personales por llegar a la cabeza. Y la fuente de su orgullo.
Esta conciencia le hará olvidar su condición inanimada de engranaje para transformarlo en célula de un organismo vivo o corpus misticum que gobierna amorosamente toda su existencia. La pertenencia a una jerarquía mística acaba por consumar el carácter sacerdotal del funcionario cuando el ejercicio de su actividad profesional se rutiniza y se convierte en rito. Según Merton, lo especifico de la personalidad del funcionario es su carácter ritualista, la rigidez defensiva de su comportamiento, su espíritu de ortodoxia siempre acomodado a las normas, criterios o protocolos emanados desde arriba».
Retengan esta última palabra o concepto descriptivo de los protocolos emanados desde arriba, puesto que yo mismo he titulado toda mi obra poética entera Protocolos. Quizá más adelante en la discusión pueda contribuir a este excelente libro de Eymar con una pequeña aportación acerca de por qué yo llamo enunciados protocolarios o protocolos a mis poemas.
Con gusto continuaría leyendo y comentando este espléndido ensayo: la unión del funcionario de escalafón con el tecnócrata, más el funcionario real, más el contraste entre este personaje y el soñador anárquico, el poeta. Insistiría, con Carlos Eymar, en que el poeta tiene el poder de nombrar: «Que es el poder absoluto del que carece el sacerdote, sometido a la rutina de la glosa o la cotidiana repetición de la letanía».
Recuerden ustedes la elegía rilkeana: estamos aquí para decir casa, árbol, fuente, ventana, escarabajo pelotero, cardo borriquero, pero para decirlo de tal manera como esas mismas cosas jamás pensaron que llegarían a ser dichas. Debo saltarme toda la descripción del poeta y su comparación con el funcionario y debo saltarme los tres espléndidos sucesivos ensayos sobre Kafka, Pessoa, pero sobre todo, por su novedad para mí, el ensayo sobre Kojève o la estética del funcionario cosmopolita. En esta dialéctica de particularidad y universalidad del funcionario de la humanidad, tenemos a este personaje, Alexander Kojève, en el cual la particularidad parece reírse de lo universal pero no lo hace de forma destructiva y aniquiladora sino amigable y suave.
«La sonrisa irónica y estetizante hace sobrevivir a lo universal aunque no ya de forma luminosa y arrebatadora. El gris es el color tragicómico, el color de la síntesis de lo particular y lo universal, del derecho administrativo, del fin de la historia, del ocaso en que el búho de Minerva levanta su vuelo». Tengo forzosamente que terminar aquí expresando mi admiración por el libro en la única forma en que soy capaz de hacerlo: disintiendo acerca de la interpretación del funcionario. Asintiendo y disintiendo a la vez. Como es debido. Lo mismo que lo hago con la pretensión rilkeana de que «tan sólo el canto sobre la Tierra consagra y celebra» (última estrofa del soneto XIX).
Álvaro Pombo
Cuadernos Hispanoamericanos, 721/722, julio-agosto 2010.