Entrevista a Ortiz Albero: El paseo interminable

Íñigo Linaje / Frontera Digital, 21 de noviembre de 2024

El lugar puede ser repulsivo o fascinante. Depende de quién lo mire. Y de cómo lo mire. Uno podría sentarse a esperar la muerte aquí, bajo esa forma cruel de desamparo que es la soledad rodeada de rostros anónimos. O enamorarse de una mujer compartiendo una copa de vino. Dependiendo del momento y el ánimo, los escenarios del mundo pueden ser pequeños paraísos o infiernos terrenales.

La plaza de san Felipe, situada en el corazón de Zaragoza, es hoy –13 de junio– un hervidero de gente que soporta 30º a la sombra. Hay hordas de jóvenes bebiendo, familias enteras celebrando, grupos de ancianos que lucen –tristes– sonrisas impostadas. Hay dos personas que permanecen solas en sus respectivas mesas. Una fija la mirada en la fachada del museo Pablo Gargallo; la otra fuma ensimismada mientras espera a un escritor con el que tiene una cita.

MIGUEL ANGEL ORTIZ ALBERO EN LA HORA CULTURAL

Miguel Ángel Ortiz Albero, nacido en la capital aragonesa hace 55 años, sortea mesas y viandantes, saluda cordialmente y pide agua con gas a un camarero. Lleva botas robustas, vaqueros negros y americana oscura sobre una camisa de flores. La barba espesa, que se agota en su cráneo, no oculta la vitalidad de unos ojos tiernos y feroces al mismo tiempo. Si hay un rasgo que define la personalidad de este escritor es su mirada: una mirada que escruta cada detalle que encuentra en los silenciosos vagabundeos por su ciudad.

Pero una ciudad –cualquier ciudad– es una fábrica de ruido, un inmenso dédalo de asimétricas arquitecturas. Y a él, a estas alturas de la vida, le tienta la quietud, los días dedicados al estudio y la lectura. Sin embargo, no se cansa de caminar y recorrer calles por las que circulan gentes, sombras, historias. No deja de mirar esa sucesión de imágenes que, como buen paseante, registra en su retina y luego en su cuaderno de notas. Notas fulgurantes de un universo en permanente movimiento, notas como puentes de palabras entre un eremita y la multitud. Notas que dicen y no dicen nada: materiales de desecho que atesoran diminutas gemas, fragmentos de un discurso no precisamente amoroso.

Licenciado en Historia del Arte, Ortiz Albero le debe a su progenitor su querencia por los paseos: “Mi padre ha sido siempre muy caminante”, dice. “Con él he paseado muchísimo. Tuve una infancia muy andada”. Años más tarde, ya adolescente, dio sus primeros pasos en el grupo literario Ecrevise, un colectivo formado junto a algunos amigos en la Zaragoza de los 80 que tenía que ver con el surrealismo, las derivas situacionistas y donde descubrió la pulsión artística que se escondía en sus vagabundeos urbanos. Si algunos de sus compañeros optaron por el arte, él se decantó por la literatura: escribió infinidad de poemas, obras teatrales, trabajó de actor en varias compañías.

De hecho, si algo se considera Albero por encima de todo es poeta. Y es que todas sus creaciones –ya sean novelas o ensayos– “tienen un aliento poético”. “No creo en géneros, formas o normas: me gusta mezclarlo todo”, afirma con voz rotunda haciendo hincapié en las consonantes. Desde el inaugural Cuaderno de sal en la mirada (2005) hasta Gran guiñol (2020), ha publicado seis libros de poemas, dos novelas y cinco textos fronterizos, fragmentarios.

Curiosamente, al aragonés le gusta “el concepto de libro unitario”. Y apunta: “Me interesa no solo el hecho de escribir, sino reflexionar sobre el propio proceso de escritura. No me interesan tanto los temas concretos (el amor, el paso del tiempo) como la reflexión sobre las palabras, el significado del decir y el silencio”. Consciente del riesgo que supone una literatura que exige una atención total por parte del lector y de moverse en un círculo repetitivo, Albero se ha revelado los últimos años como un excelente ensayista. Un escritor que tiene la virtud de indagar en sucesos irrelevantes, esos que –como apunta Georges Perec– suceden cuando aparentemente no sucede nada.

Sus dos últimos trabajos –Deambulatorio (Editorial Pregunta) y Por el camino de Kafka (Fórcola)– responden a esta premisa. El segundo –publicado cuando se cumple el centenario de la muerte del escritor checo– está lleno de anotaciones al margen de su obra, y dibuja un universo intransitable que recuerda las láminas de Escher, llenas de pasadizos inverosímiles que revelan las contradicciones del alma humana. El lugar–repulsivo o fascinante– podría ser este: “Un río de suciedad que desciende tumultuoso por la escalera y se enfrenta a una riada desbordante que, en dirección opuesta, sube hacia una buhardilla”. Paralelamente, Deambulatorio es un paseo interminable por el barrio en el que vive, e incluye un apéndice sobre las artes del caminar. Los dos libros participan de similares presupuestos estéticos. Los dos están escritos con una prosa precisa y despaciosa, heredera de una tradición literaria en la que conviven desde Robert Walser hasta Walter Benjamin.

Walser y Benjamin, Baudelaire y Apollinaire. Paseantes y solitarios, mundanos y desplazados. La doble cara de una realidad opuesta pero complementaria: la reclusión y el paseo, la soledad y el contacto con el mundo. “Pasea y observa”, se lee en las solapas de los libros de Albero. Un poco de todo eso contienen sus últimas entregas, además de una inmersión minuciosa en su memoria. Y es que –como escribe, parafraseando a Kafka– “toda persona alberga una habitación en su interior”. ¿Cómo es la suya? “Mi habitación está abarrotada de cosas. Siempre he creído que escribir es un trabajo solitario. Y en esa habitación está todo lo que he ido acumulado a lo largo de los años: vivencias, lecturas, reflexiones. A mi edad, ese lugar se ha llenado de muchas cosas y es un reflejo de lo que soy. Y digo de cosas, no solo de libros: es decir, piedras, objetos, cuerpos insólitos. Mi habitación es un lugar acogedor con una ventana desde la que veo la realidad”. Escribe en Deambulatorio: “Vuelvo a casa con los bolsillos repletos de piezas terrosas de metal y de cerámica que ignoro qué fueron o para qué sirvieron. No me importa saberlo: estaban ahí y ahora son algo nuevo”.

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La escritura como búsqueda interior, como incursión en la naturaleza y en la literatura de los otros. Lo mismo que encontraba el lector –en 2020– en Un paseo sosegado, su aproximación a la personalidad de otro de sus referentes: Peter Handke. Tres años antes, en 2017, publicó un título cardinal en su trayectoria: Variaciones sobre el naufragio. Un libro concebido inicialmente como una novela sobre el proceso de creación que, alentado por su editor, Albero convirtió en un brillante ensayo que tenía mucho de diario de lecturas y de exploración personal. En él glosaba una infinidad de citas que, mezcladas a la vez, como en un cuadro de Jackson Pollock, daban vida a un artefacto literario que, gracias a su pulsión lírica y a su carácter fragmentario, se convertía en un puzle que podía abrirse al azar por cualquier página. Todo un cuaderno de bitácora en el que la filosofía y el lenguaje convivían con apuntes sobre Giacometti, Duchamp o Valente. Un libro cuyo único argumento es la propia escritura de un texto inacabado (e inacabable) que conduce a este interrogante: ¿para qué crear?

La cualidad interminable del discurso del escritor, esa dificultad para culminar un trabajo artístico que enunciaba el subtítulo de aquella obra, confiere a sus libros un cariz atemporal. “Creo que mi escritura es un proceso que no tiene fin. A veces pienso que estoy escribiendo variaciones de un mismo libro. No programo ni proyecto. Lo único que me interesa es el presente”, explica. Si Por el camino de Kafka le ocupó tres años de lecturas, relecturas y escritura, Deambulatorio lo escribió al azar de sus paseos expurgando cientos y cientos de notas. El primer apartado de la obra es un recorrido –sin principio ni fin– por el barrio de Torrero, y está lleno de paisajes de su ciudad, pero dibujados por la mano de un extranjero: “Nunca he querido ser un escritor zaragozano: soy de aquí, vivo aquí, pero no me gusta ejercer de. Sí que me han interesado los paseantes previos (Manuel Derqui, Fernando Sanmartín), a los que leía mientras paseaba”.

La figura del observador es clave en todo este proceso. “Me interesa la mirada, la sensación de ser un explorador”, apunta el artista. “Me gusta escrutar la realidad, lo que hace Kafka en el interior de un café: fijarse en la manera en que mueve las manos la mujer que está a su lado. Los pequeños detalles, las cosas que pasan desapercibidas…”. Pero ¿qué le dice lo que ve y los objetos que recoge en sus paseos? “No intento reconstruir la vida de un objeto, sino mirar ese objeto en el presente: saber qué hace en mi mesa de trabajo”. Esa búsqueda de lo inmediato la resume en un fragmento de Deambulatorio con esta frase: “Es preferible pasear y no pensar en lo que fue sino en lo que es”. Y la corrobora diciendo: “El sentido del paseo y el hallazgo están en el presente. Si estás caminando vives un presente continuo. No me gusta la nostalgia…Hubo un momento de mi vida en el que no tenía trabajo ni apenas dinero. Incluso entonces traté de vivir lo mejor posible. Siempre he sido razonablemente feliz y, con los años, he aprendido que el tiempo presente siempre es el mejor”.

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Tras dos horas de conversación, la plaza de san Felipe permanece abarrotada, el día declina y las farolas se encienden para alumbrar rostros y palabras. ¿Qué destacaría un observador de un momento como este? “Hay algo que siempre llama mi atención: las campanas. También el canto de los pájaros”. El tiempo y la naturaleza. Tiempo compartido y tiempo en solitario: esa báscula anímica. “Me gusta la sensación de sentirme solo en compañía. Como ser un turista en tu propia ciudad. Pasear por un lugar familiar, rodeado de gente, y sentir que estás ahí solo”. Tan denostada como necesaria, advierte, “la soledad es una atención hacia lo propio que te permite tener plena conciencia de ti mismo”. Recluido en una habitación o rodeado de rostros anónimos en una avenida, Albero reconoce que “hay algo de antisocial en la actitud del flanêur”. Y trae a colación esta cita de Enrique Vila-Matas: “Caminar es un acto revolucionario, porque mientras caminas no consumes ni participas de la vida en comunidad”. Una persona que pasea con las manos en los bolsillos siempre es una persona peligrosa, ya que “a priori, es un inútil que no está haciendo nada. Sin embargo, yo soy el hombre más feliz del mundo así. Aunque, como dice Walser, mientras paseo, trabajo”.

A pesar de ser un tipo sociable (“Me gusta mucho hablar con la gente”), Albero confiesa –con una carcajada sonora– que a veces odia la humanidad. “No me gusta el ruido. No me gusta el barullo. No me gusta esta deriva social en la que parece que todo el mundo tiene que hacer lo mismo. Todo lo que tiende a la globalización no me interesa nada. No me gusta la política ni lo mediático”. Hombre con alma de alquimista, crítico con un mundo rendido al mercadeo, el escritor explicaba hace años cómo en su día decidió sobrevivir haciendo las cosas que le gustaban. Ha sido librero, actor teatral, profesor de Historia y escritura creativa, ha trabajado para editoriales y periódicos. “Aunque a veces he vivido en la cuerda floja, cuando he tenido un trabajo que me ataba en exceso, lo he abandonado”, dice. “No he tenido un sueldo fijo casi nunca, pero tengo la sensación de que vivo cómodamente. No tengo hijos ni los quiero tener. No quiero cargas familiares”.

Inquieto por naturaleza, el escritor trabaja en la actualidad en varios proyectos junto a su pareja, la videocreadora Marta L. Lázaro. Además, en breve comenzará a escribir otro ensayo, esta vez sobre Robert Walser. Lúcido y tenaz, admite que no sabe estarse quieto: “Siempre tengo un motivo para ponerme en marcha. Nunca se me ha agotado la curiosidad”. Peatón incansable, ubicado permanentemente en ese territorio “entre la vida social y la soledad”, Albero seguirá recorriendo –en cuanto termine esta conversación– las calles de Zaragoza. Y seguirá emborronando libretas “para borrar sus pasos, para perderse y para que sus versos –en prosa– no sean otra cosa que apertura de silencio”.

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