Así, en plural, tituló Paul Morand su libro sobre Venecia. Y, en efecto, al igual que su embrollado laberinto de aceras y canales, campi y puentes, la ciudad adriática, primorosa audacia del más disparatado urbanismo, es muchas sin acabar de ser una y misma. ¿Esplendorosa, ruinosa, estética, canalla, bizantina, renacentista, mercachifle, barroca, señorial, carnavalesca? No es una armoniosa conjunción de diferencias sino una suerte de espejo de escaparate donde cada cual elige el perfil que prefiere, en tanto la maloliente y ducal Señoría, calla, como el agua muerta de sus riachos.
En esta trama suculenta y trajinada, Jaime Fernández ha seleccionado dos modelos de venecianismo, distantes en tiempos, lenguas y opciones artísticas: El mercader de Venecia de Shakespeare y La muerte en Venecia de Thomas Mann. En tiempos del inglés, la ciudad todavía era rutilante en clave del barroquismo del arquitecto Longhena. Cuando Mann la escoge, es ya una soberbiosa ruina con una población pobre mirada por unos turistas eruditos y pudientes. La había visitado Byron y la manipulaba D´Annunzio.
El paralelo era difícil y Fernández lo ha resuelto con paciencia inteligente. Ha observado que ambas obras tienen – la una en clave de comedia dramática con final digamos que feliz, la otra en un código de tragedia grotesca – parecidos estructurales. En Shakespeare, un comerciante endeudado con un usurero judío, renuncia al amor de su efebo. En Mann, un escritor solitario, austero, neurasténico y en el umbral de la vejez, renuncia a Tadzio, otro efebo, al que persigue con sus miradas, sin dirigirle una sola palabra, por el ovillo de pasadizos venecianos. Antonio y Aschenbach son dos burgueses acomodados a su lugar social pero acicateados por el deseo que siempre anhela llegar más allá (¿más allá de dónde y hasta dónde?) de modo que se quedan en un espacio sufridamente asocial. Shakespeare es barroco y anuncia a cierto romanticismo. Mann es la secuencia enésima de las herencias románticas. Venecia, ciudad única, extravagancia lujosa de varias civilizaciones, les vale como escenografía precisa de esa deriva existencial que acaba en errancia. Antonio, descolgado de sus semejantes y Aschenbach, aislado definitivamente del mundo y del tiempo por la muerte.
Una conciliación formal cierra ambas historias. El amante de Antonio se casa con una muchacha que ayuda a la defensa de Antonio ante la justicia ducal, travestida de varón y ejerciendo de abogado, en tanto el judío Shylock se convierte al catolicismo. Aschenbach muere recogiendo el homenaje póstumo del público letrado, los críticos y los periodistas. Pero ambos han visto alejarse inexorablemente las figuras de sus seres amados.
¿Se engañó Antonio al creer que Bassanio lo amaba y no simplemente que planeaba escalar posiciones sociales e instalarse en el matrimonio “normal”? ¿Se engañó Aschenbach al creerse enamorado de una imagen que bien podría ser un retrato sin cuerpo, una engañifa de su imaginación? El hecho de que ambas ficciones se sitúen en Venecia, sostiene el autor, ofrece a las dos historias un cierre en falso, una ambigüedad que intensifica su mensaje estético. Venecia es, desde luego, de una ambigüedad elocuente, si es que tal oxímoron significa algo. Es una ciudad que no lo es, es la capital de un reino inexistente, es una exhibición de estéticas visuales que difícilmente se pueden considerar venecianas y, sin embargo, al igual que el deseo, es algo único e inconfundible.
La investigación de Fernández se parece, felizmente, a un paseo por Venecia. Uno se pierde en callejas que no llevan a ninguna parte y, sin embargo, llega siempre a alguna parte, ilustremente servida por una iglesia, un palacio, un teatro. Cuando cree haber dado con un monumento, el gusto bizantino por la miniatura incrustada en la muralla lo desorienta y es cuando saca la lupa y mira una grieta en la escayola.
Así, Shakespeare nos lleva al Libro de Job y a la pintura de Van Eyck, y Mann nos empuja a los poemas homoeróticos de Von Platen, al intelectual y político judío Walter Rathenau – primera víctima mortal de los nazis –, al paradigmático extraviado romántico en el mundo ordenado de la burguesía que es el Tonio Kröger del propio Mann y a la película homónima de Visconti donde, para colmo de superposiciones venecianas, el personaje escritor del escritor real se convierte en un músico que ha compuesto las sinfonías de Gustav Mahler.
Oportunamente, en el título del libro se alude a la cualidad definitoria que, para Fernández, tiene Venecia: el extravío. Extraviarse es errar el camino, es convertir el sendero en una encerrona, es perder el rumbo pero, además, es encontrar lo que no se busca – o no se cree buscar, o no se sabe conscientemente que se está buscando – y este ejercicio de despiste es la creación artística. Invención, invento, lo extraño vuelto familiar, la súbita belleza de lo siniestro.
Venecia es suntuosa y pestífera, atrae hacia la muerte mas, por añadidura, es una gigantesca obra de arte. Huele a agua estancada y brilla como una alhaja. De la mano de Shakespeare y de Mann, el autor cumple ese retorcido peregrinaje que algunos – estoy recordando al director de orquesta y compositor Giuseppe Sinopoli, a propósito de Wagner y su Parsifal – consideran una trayectoria iniciática. Las iniciaciones tienen siempre algo de misterio y si media Venecia, mucho de teatral. Shakespeare, por eso, pone la fábula en un escenario y Mann se vale de la escenografía veneciana para montar el mal paso final de Aschenbach, teñido, pintarrajeado y jadeante, viajero hacia el país tropical de la vida no vivida y atrapado por la funeral tentación de un túmulo donde el chiquilín polaco mima la belleza inmortal de un dios griego.
De manera ordenada, como un experto guía de turismo, Fernández ha sabido pasearse sin rumbo por la Venecia de los dos maestros, lejanos y parecidos, convirtiendo ante la atención del turista – el lector – el devaneo en itinerario. Y esa sí que es la revelación iniciática que propuso Sinopoli: descubrir los sutiles signos que, eludidos por las pisadas de los visitantes que llevan su desatención hasta la fatiga, están indicando un posible cañamazo de sentidos. Sobre él, este texto sostenido por un cojín de textos, nos reúne en la más difícil de las dispersiones, convirtiéndola en colección: la dispersión de minúsculos trozos de mosaico veneciano que, un día de intensa luz solar, relumbraron con pretensiones áureas en el fango de un canal.
© Cuadernos Hispanoamericanos 726, diciembre de 2010.
Jaime Fernández: La ciudad de los extravíos. Visiones venecianas de Shakespeare y Thomas Mann. Fórcola, Madrid, 2010.
© Fórcola, de las fotografías.