Fernando Clemot /Revista Quimera, octubre de 2023
Tras dieciséis años al frente de Fórcola Ediciones y más de ciento ochenta títulos a sus espaldas, la figura de Javier Jiménez se ha convertido ya en uno de los referentes de la edición de la literatura de pensamiento y el ensayo en España. Dentro de sus cinco colecciones se han ido desgranando las obras de grandes referentes del género como pueden ser Ignacio Peyró, Eduardo Martínez de Pisón, Luis Antonio de Villena y Patricia Almarcegui, sólo por citar algunos autores de su catálogo.
En este 2023, Javier Jiménez nos ha sorprendido también con su primera obra, Desvío a Trieste (ya nos avisó de la querencia por la temática con la edición del Alfabeto triestino de Samuel Brussell), que destaca por la variedad de los campos que abarca y, también conviene señalarlo, por una prosa ágil y bella que se desgrana en todas sus páginas. Al acabar la feria del Libro de Madrid nos encontramos con él y tuvimos esta conversación.
Un ensayo tan minucioso y variado sobre una ciudad como es Desvío a Trieste parece que sólo pueda ser fruto de una pasión por el lugar. ¿Cómo nace esta relación? ¿Cuándo surge la idea de escribir sobre Trieste?
Pasión, en efecto. Previa al viaje, la pasión lectora, pues al viaje antecede el relato de otros, y la imaginación y el deseo por conocer el lugar que nace de dichas lecturas. Una vez allí, pasión por recorrer sus calles –Corso Italia, centro neurálgico de la ciudad, camino del café Tommaseo, donde recalaba Stendhal en su breve estancia como cónsul–; sus plazas –la Piazza Unità d’Italia, la plaza más grande del país, escenario de uno de los episodios más oscuros de la historia de la ciudad, pues desde allí Mussolini proclamó las Leyes Raciales en septiembre de 1938–; sus barrios, como el Borgo Teresiano –presidido por el Canal Grande–o el Borgo Giuseppino –con su marcado aire austríaco–; sus hoteles históricos, como el Duchi d’Aosta –donde se alojaron, entre otros, Verdi o Mahler, asiduos visitantes del Teatro Lírico–; sus librerías, como la Libreria Antica e Moderna –que regentó el poeta Umberto Saba–; seguir los pasos de James Joyce por la ciudad donde escribió buena parte de su obra; o visitar lugares cargados de leyenda como Miramare –asociado a la tragedia de Maximiliano y Carlota– o Duino –lugar de inspiración de las Elegías de Rilke–. Esta relación sentimental, literaria y estética con Trieste ha ido fraguándose durante años. De ella tenía noticia mi amigo el pintor Alvar Haro, quien el año pasado expuso, en la librería Cafebrería ad hoc de Madrid, una muestra monográfica de sus obras dedicada precisamente a Trieste. Para la clausura, me propuso acompañarle junto a Juan Manuel Bonet, y decir unas palabras sobre la ciudad de la que me ha oído hablar tantas veces. De aquellas notas, en abril de 2022, nació la pulsión de escribir este libro.
Se diría que en la personalidad de Trieste tiene un peso importante Venecia, «espejo y eterna rival» de la ciudad. ¿Existiría Trieste sin Venecia?
En mi relación con ambas, antes que por Trieste fue la fascinación por Venecia, de ahí el nombre de mi editorial, Fórcola, que remite a esa pieza de la góndola veneciana donde el gondolero apoya el remo para bogar, y que se talla a mano utilizando madera de nogal. Responde a un oficio artesano, metáfora de la labor del editor: no hay dos libros iguales, como no hay dos fórcolas iguales. Son decenas de títulos los que conforman mi «piccola biblioteca veneziana». Tras varios viajes a Venecia, surgió el deseo de visitar Trieste, situada en el horizonte, al otro lado del Adriático, en la provincia Friul-Venecia Julia, donde Tadzio parece dirigir su mirada cuando pasea por la orilla del Lido, al final de la mítica película de Visconti, mientras asistimos estremecidos a los últimos instantes de la vida de Gustav von Aschenbach, según escuchamos los compases del Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler. Desde allí, siguiendo los pasos del personaje por el Hotel des Bains, soñé con ir a Trieste. Una vez en el Molo Audace de la ciudad donde nació Svevo, mirando al horizonte, soñé con Venecia. Ambas ciudades, Venecia y Trieste, separadas por el Adriático, se miran la una a la otra como en un espejo. El auge de la segunda, a mediados del siglo XIX, «Urbs fidelissima» de los Habsburgo y puerto franco del Imperio austrohúngaro, coincidió con la decadencia de la primera, que perdió su independencia de mil años en manos de Napoleón y luego cayó a su vez bajo la ocupación de los austríacos. Ambas conservan ese aire centroeuropeo en su repostería, tan aficionada al chocolate –recordemos el primer acto de El caballero de la rosa, de Richard Strauss– o en su amor al café –el más famoso de Italia, Illy, tiene su sede en Trieste, uno de los puertos cafeteros más importantes del mundo, junto a Hamburgo, y aquí les recomiendo que escuchen la Cantata del café, de Johann Sebastian Bach. Junto al puerto, que la convirtió en uno de los enclaves cosmopolitas más concurridos del Mediterráneo –tanto como para mencionarse en alguna de las novelas de Jules Verne, Matías Sandorf– Trieste contó desde 1857 con una estación de tren, rivalizando definitivamente con Venecia, cuya primera estación ferroviaria se construyó unos años antes. En sus tiempos gloriosos, de la vieja estación de la Südbahn triestina llegaban a salir diez expresos internacionales diarios –incluido el Orient-Express–, en dirección a París, Milán, Viena y Basilea, hacia el oeste, y a Belgrado, Budapest, Atenas y Moscú, hacia el este. De Trieste Stendhal se escapaba a Venecia, huyendo de la desagradable virulencia de la bora, en busca de compañía femenina y la distracción que le ofrecía la Fenice. En Trieste, la niña mimada del Imperio, latía no obstante la pasión irredentista de los patriotas italianos, que a la muerte de Verdi, no tardaron en bautizar a su Teatro de la Ópera con el nombre del más patriota de los músicos italianos. Eran los mismos patriotas que desde el Caffè Florian se enfrentaban –musicalmente– con los pro-austríacos del Caffè Quadri en la Piazza de San Marco, en tiempos de Wagner, el más insigne vecino de la ciudad de los canales, al que ofreció un funeral suntuoso digno del Virrey de la India. El sueño de unificar esta fina línea de territorio, al pie de los Alpes Dolomitas, al Reino de Italia fue el anhelo de Garibaldi hasta su último aliento, sueño que no pudo verse cumplido hasta el siglo XX.
En la historia de Trieste podríamos encontrar tres grandes periodos: la Trieste como gran puerto de Austria (y luego del Imperio austrohúngaro) y, a partir de 1919, la Trieste italiana. ¿Qué características tendrían estos dos periodos? ¿Cómo se interrelacionan?
Trieste siempre ha sido un cruce de caminos, de este a oeste, de norte a sur, frontera, puerto y ciudad frente al Adriático. Además, ha sido escenario de sucesivas disputas territoriales, lo que ha facilitado el tránsito por ella de distintos pueblos, lenguas, religiones y culturas, hasta la actualidad. Ello le ha dotado de una riqueza y un patrimonio cultural que la singulariza respecto a otras ciudades del Mediterráneo. La fundación del antiguo Tergestum, nombre con que se designó en sus orígenes, roza la leyenda. Le fue concedido el estatus de colonia por Julio César, a cuyos habitantes menciona en su libro Guerra de las Galias. Perteneció a los venecianos en el siglo XIV, y al Imperio de los Habsburgo entre 1382 y 1918, con la excepción del breve interludio napoleónico.
En 1882, al conmemorarse el quinto centenario de la donación voluntaria de la ciudad al Imperio austríaco, el emperador Francisco José declaró a Trieste «Urbs fidelissima», lema que figuraba bajo su escudo. La presencia austríaca, como ya he apuntado, se deja sentir en el diseño de sus calles y barrios, en la estética de sus edificios emblemáticos, sobre todo los que jalonan la Piazza dell’Unità: el Palazzo del Lloyd Triestino, el Palazzo del Comune y el impresionante Palazzo della Prefettura. La Plaza queda abierta al mar, con el que la ciudad mantiene una simbiosis insoslayable. Aunque la Unificación italiana, gracias al movimiento Risorgimento, tuvo lugar en 1870, Trieste no pasó a formar parte del Reino de Italia hasta 1918, tras la Primera Guerra mundial. Como joya de la corona del Imperio hasta esa fecha, Trieste había cumplido con el ideal de ciudad mercantil y burguesa, y su «triestinidad» –de la que tanto ha escrito Claudio Magris–, esa pulsión y originalidad –que es su distintivo oficial que la diferencia del resto de Italia, por su vitalidad, melancolía y nostalgia de pureza– se hizo notar en su mejor literatura, con nombres como Svevo, Slataper, Stuparich o Saba. La ciudad menos italiana de Italia quizá dio lo mejor de sí misma cuando estuvo en manos de otros, alentada por el Risorgimento. Las Vanguardias, sobre todo en pintura, trajeron un último esplendor artístico a la ciudad: Farfa, Bolaffio, Sofianopulo, Nathan, Passauro, Sbisà, Carmelich y Leonor Fini conforman un granado grupo de artistas triestinos cuya obra marcó un hito de resonancia internacional.
Durante la Segunda Guerra mundial, con la proclamación de la República Social Italiana, Trieste, junto con otros territorios del norte de Italia, fue controlada por el gobierno de Saló, estado títere de la Alemania nazi, que ocupó el territorio, lo que propició la decadencia de la ciudad, el exilio de cientos de escritores y artistas, o directamente el exterminio de su población judía, tan importante en la región. De infausto recuerdo, las ruinas de San Sabba son testigo de aquellos años negros de la ciudad. Codiciada por el gobierno del dictador Tito, Trieste fue capturada por el Ejército Popular yugoslavo el 1 de mayo de 1945, pero al día siguiente, 2 de mayo, las tropas aliadas neozelandesas, que formaban la II División del VIII Ejército británico, llegaron al centro de Trieste, algo que cuenta Magris en sus recuerdos de infancia. Las tropas de Ocupación alemanas se rindieron y entregaron a los aliados, lo que provocó la salida de las tropas yugoslavas. En 1947 se fundó el Territorio Libre de Trieste, que fue dividido en dos zonas: una Zona A –compuesta por la actual provincia de Trieste y los territorios costeros de Istria–, que sería controlada por el Gobierno Militar Aliado, y gobernada sucesivamente por oficiales tanto británicos como estadounidenses; y una Zona B –formada por Fiume y casi toda la península de Istria–, que sería gestionada por el Ejército Nacional Yugoslavo. Trieste no se incorporará de pleno derecho a Italia hasta 1977, cuando entró en vigor el Tratado de Osimo, firmado en 1975 con Yugoslavia. La literatura triestina generada tras la Segunda Guerra mundial –Tomizza, Madieri, Pahor, Magris…– quizá esté impregnada por la nostalgia de aquel pasado cultural y artístico, envidia de toda Europa, con cuya ruina se defenestró a su vez el ideal cosmopolita y multicultural europeo.
Deslumbra lo minucioso de las anotaciones, de las referencias, de las citas. Sin embargo, el trabajo de redacción pudiste hacerlo en un tiempo razonable, en unos meses, como señalaste en la presentación. ¿Cómo pudiste cohesionar tantos temas, tanta información?
En efecto, el libro está plagado de citas, referencias cruzadas, asociaciones de ideas e incluso invitaciones a la escucha musical. El paso más difícil a la hora de afrontar el libro fue la decisión sobre su estructura. Inicialmente, me sedujo la idea de montar un diccionario, al modo de Philippe Sollers y su Diccionario del amante de Venecia, y quizá siguiendo la estela de los libros de Ignacio Peyró (Pompa y circunstancia), Blas Matamoro (Con ritmo de tango), Antonio Rivero Taravillo (En busca de la Isla Esmeralda) o más recientemente Luis Antonio de Villena (La dolce vita), todos ellos publicados en Fórcola. Pronto descarté la idea del diccionario, porque encorsetaba demasiado el texto e impedía lograr el efecto que yo pretendía sobre el lector: verse envuelto completamente por la atmósfera triestina, llevándole de la mano de una historia a otra, sin solución de continuidad. Me incliné finalmente por un libro trufado de breves ensayos, vertebrados en forma de capítulos cortos, que se suceden sin aparente orden ni concierto, pero que logran el mismo efecto que la voz en off de Max von Sydow al comienzo de la película de Lars von Trier: que el lector se adentre de forma hipnótica en Trieste, desde las primeras páginas, «in media res», como si estuviese inserto ya de su atmósfera. Una vez iniciada la lectura, y tras las primeras páginas, el lector no puede soltar el libro, quiere saber más, no quiere salir de Trieste, porque ha quedado precisamente hipnotizado por esta maraña envolvente. La lectura de los libros mencionados –que forman parte de mi biblioteca y que figuran debidamente ordenados en la bibliografía–, obviamente, me ha llevado años. Pero una vez establecido el plano, la composición del libro fue un proceso relativamente ágil. Como no es un libro de un turista sino de un viajero, el viaje por los libros de y sobre Trieste forma parte de su entramado, lo que ha supuesto literalmente «vivir» encerrado en mi biblioteca personal durante los últimos meses.
Otro elemento importante (y original) de Desvío a Trieste es que a través de un pie al final de cada capítulo («Nota musical», se denomina) se puede acceder a través de un código QR a una pieza musical relacionada con la parte. ¿Cómo te gustaría que se pudiera escuchar este complemento? ¿Qué valor adicional crees que le puede dar al capítulo?
Mi norte en todo momento vino marcado por proporcionar al lector pequeñas historias que, engarzadas unas en otras a modo de pinceladas impresionistas, compusiesen un cuadro de conjunto que cobra sentido al final de la lectura, mediante la suma de sensaciones, incluidas sensaciones visuales y auditivas, conformando una experiencia global. Como Nietzsche, no concibo un día sin música, y las referencias musicales son numerosas y tienen su importancia a lo largo de la narración, no son ni mucho menos un elemento anecdótico, floral o decorativo. La pretensión es la de compartir momentos de belleza con el lector –la voluntad esteticista del libro es más que evidente–, por lo que he puesto la tecnología al servicio del mismo para que su experiencia sea envolvente y global. Un libro que se lee con un móvil en la mano.
James Joyce es uno de los nombres señeros de la relación de Trieste con la literatura y pero se diría que en los últimos tiempos su estela ha ensombrecido buena parte de los escritores, poetas, pintores e intelectuales surgidos de esta ciudad. ¿Qué opinión tienes sobre este hecho?
Los aniversarios y las efemérides son una buena excusa para poner de actualidad la obra y la vida de artistas o escritores. Nos invitan, en el caso de estos últimos, a releer algunas de sus libros o a adentrarnos en aquellos que no habíamos leído aún, oportunidad para reafirmarnos valorar su condición de clásicos o en marcar distancia respecto a ellos. Es el caso de James Joyce, pues el año pasado se celebró a bombo y platillo el primer centenario de la publicación de su Ulises, parte de cuya redacción tuvo lugar en Trieste. Quizá el ruido mediático generado por un autor tan polémico y predispuesto a la mitomanía ha ensombrecido otros aniversarios, como es el caso de la publicación de La conciencia de Zeno (1923), del escritor triestino Italo Svevo, podríamos decir, la primera novela psicoanalítica, de cuya importancia da cuenta Mauricio Serra en su monumental biografía que he publicado en Fórcola. La ciudad de Trieste ha generado una rica y extensa literatura, de la que dan cuenta figuras de primer orden como el propio Svevo, o los ya mencionados Slataper, Stuparich, Saba, Pahor, Madieri, Magris y tantos otros –por no hablar de sus artistas y pintores–. Desvío a Trieste es un canto de amor a esta ciudad, desde luego, pero, sobre todo, un ejercicio de memoria para rescatar del olvido a todos estos escritores, que junto a otras figuras, conforman un patrimonio cultural que en tanto europeos debemos conocer y hacer propio, pues precisamente –por paradójico que nos parezca en una primera aproximación–, en la singularidad de la «triestinidad» late la esencia de Europa: su cosmopolitismo, su liberalismo y hasta su eclecticismo cultural.
Pero en Desvío a Trieste no sólo encontramos un ensayo literario sobre la ciudad, también se diría que se mezcla con tu vida, con tu experiencia personal, con el día a día y en algún momento con un anecdotario relacionado con ella. ¿Cómo administraste en las partes estas dos vertientes, lo personal y el desarrollo erudito?
Digamos que una cosa llevó a la otra, de forma casi inconsciente, a modo de flashes del pasado que iluminan el presente y lo dotan de sentido. Al planear una reflexión sobre la mirada, en el capítulo «La erótica del papel fotográfico», dedicado a la familia de fotógrafos triestina Wulz, me resultó inevitable hablar de mi padre, fotógrafo de vocación, y remontarme a mis recuerdos de infancia donde la fotografía marcó mi manera de ver el mundo. La anécdota transciende a memoria emocional, y me permite abordar el tema tratado desde una encarnadura personal que me hace epatar con lo narrado. La visita a San Sabba, con aquella arquitectura racionalista impregnada de recuerdos terribles del campo de exterminio, me remite, por la estética, a las fotografías de mi padre de la antigua fábrica de cervezas El Águila de Madrid –hoy sede de la Biblioteca Regional Joaquín Leguina–. Lo personal dota de alma a la cita erudita, y acerca al lector de forma más sentida a lo tratado. De ahí que Desvío a Trieste sea un libro tan personal, muy alejado de los típicos libros de viajes. Tampoco se trataba de contar anécdotas por contarlas, sino de encarnarlas dentro de un relato con sentido, que iluminase algunas de las perspectivas, en escorzo, desde las que abordo la historia de esta ciudad.
Desvío a Trieste ahonda también en lo que durante un tiempo (todavía ahora, en ocasiones) se denominó como literatura europea, de la que es posiblemente fue figura señera El Danubio de Claudio Magris. ¿Hay lugar todavía para esta literatura, con unas fronteras y expectativas más amplias?
La literatura de la Mitteleuropa, tan presente en Trieste, es una literatura de frontera, de entreguerras, a medio camino entre la nostalgia por la pérdida de un mundo conocido y la angustia por de lo que vendrá. Es un territorio literario en el que muchos reconocemos las claves para interpretar nuestro mundo actual, cargado de incertidumbres. De ahí que autores como Stefan Zweig, Joseph Roth, Marisa Madieri o Italo Svevo nos sigan interpelando hoy en día, y sus libros nos hagan plantearnos cuestiones que nos afectan directamente. Es la virtud de los clásicos, nuestros clásicos, que nos ponen delante de las grandes preguntas, como si fuésemos aquel personaje kafkiano de «Ante la Ley», petrificado ante el guardián de la Puerta. De nosotros depende permanecer quietos a la espera de que nos dejen pasar –agazapados en nuestra esfera de confort– o revelarnos y atravesar la puerta, pese al guardián. La literatura europea, de la que está transida la propia Trieste, nos sigue interpelando, obligándonos a enfrentarnos a la gran pregunta: ¿Qué es lo que nos dota de la condición de europeos? ¿Nos hace europeos un mapa político o una convención económica? O ¿no será más bien una manera de concebir la historia y la vida? Sólo la cultura nos da sentido y nos salva.