Diario veneciano de Ángel Crespo

José Luis García Martín, El comercio, 12 de abril de 2024

Cuarenta años después, se publican las páginas venecianas del diario de Ángel Crespo, un diario que quedó inédito a su muerte y del que, en 1999, apareció la primera parte, correspondiente a los años 1971-1979. Las que ahora se dan a conocer se escribieron entre 1980 y 1983, aunque la mayoría son de 1982.

La edición, a cargo de Ignacio García Crespo y Jordi Doce, es ejemplar, con todos los complementos necesarios, incluida la traducción de las citas, y sin ninguna erudición superflua. En la cubierta, aparece una fotografía del autor, ante el café Florian, acompañado de Pilar Gómez Bedate, autora también del epílogo y de la idea de publicar este volumen exento.

 Pilar Gómez Bedate fue algo más que la compañera del poeta durante la mayor parte de su vida. Intelectualmente no valía menos que él, pero quiso ponerse a su sombra en vida de Ángel Crespo y tras su muerte, organizando homenajes, jornadas de estudio y dando a conocer los abundantes inéditos. En este diario veneciano, es presencia casi constante. Cuando se ausenta unos pocos días, encontramos esta anotación: «No solo me aburro sin Pilar, sino que, a ratos, me siento inseguro sin ella, expuesto a no sé qué peligros, mientras que estando con ella me siento seguro porque estoy protegiéndola».

 Ángel Crespo tenía una vida hecha en España cuando, en 1967, decidió dejarlo todo y marcharse a Puerto Rico. Era un poeta conocido, que había participado muy activamente en todas las aventuras literarias de entonces, del postismo a la poesía social. Casado y con un hijo, compatibilizaba su dedicación a la literatura y a la crítica de arte con el trabajo como abogado y en una compañía de seguros.

 Su reconversión en profesor universitario no habría sido posible sin Pilar. Era ella quien tenía la titulación correspondiente para ser profesora universitaria. Él se gradúa en Arte en 1970 y se doctora en 1973. El autoexilio americano siempre se ha presentado como una huida del asfixiante clima del franquismo. Pero fue eso y algo más: en España no existía el divorcio y la convivencia a plena luz con su nueva pareja –que era también la más eficaz colaboradora intelectual– resultaba imposible.

 Ángel Crespo no se encontraba a gusto en Puerto Rico y aprovechó todas las invitaciones que se le presentaron para viajar a Europa como profesor visitante o a algún congreso. A Venecia, una de sus ciudades favoritas, viajó muchas veces y durante un curso fue profesor en su universidad, Ca’Foscari. Aspiró a quedarse como profesor permanente de acuerdo con una nueva ley que permitía nombrar catedráticos «per chiara fama», al margen de los procedimientos habituales. Contó para ello con importantes apoyos, pero también con detractores que finalmente se salieron con la suya. De esas intrigas académicas se nos habla abundantemente en unas páginas que algo tienen de esbozada novela de campus. Otra novela familiar queda solo insinuada: se alude a la «absurda madre de mi hijo», coprotagonista de una escena «digna de un esperpento sobre las hembras conservadoras de la Celtiberia»; le cuentan que su hijo «se ha ido a vivir a Madrid y que no trata a nadie de mi familia desde la salvajada que cometió en la Cuesta del Jaral»; nos indica que su «vieja y reaccionaria familia se va disolviendo lentamente».

 No se olvida Crespo de anotar todos los elogios que recibe y sus éxitos en las clases y en las lecturas públicas, y no escatima los juicios desfavorables sobre sus coetáneos. Macrì le comenta «que Eugenio de Nora es un mal poeta», algo con que está de acuerdo; «que el lenguaje de Valente es plano, sin emoción» (no como el del propio Crespo, añade, «en el que vibran a la par el presente y la mejor tradición occidental»); «que el principal responsable del estancamiento de la poesía de posguerra ha sido Vicente Aleixandre», junto a «la ambigüedad de Gerardo Diego y la cobardía de Dámaso Alonso». José Hierro resulta particularmente maltratado: su éxito se debería a que proyecta «la imagen tópica del poeta: vago, ignorante, dicharachero, etc.», a que «sus versos se entienden muy bien y casi todos riman como es debido». Lo considera un «desastre nacional» y se pregunta: «¿Cuántos años tendrán que pasar –o no pasarán—para que este y otros pequeños mitos caigan en el olvido?»

 Si no se le dan facilidades para incorporarse a la universidad española –lo conseguiría al final de la década de los ochenta–, es debido «a la escasa seriedad de nuestra crítica literaria, la inconsistencia del prestigio de muchos poetas y la relativa falta de preparación de escritores y profesores universitarios». En el miedo a competir con gente como él se encontraría la causa de esa situación «tan fatal para la cultura española».

 Subrayo algunos aspectos que Jordi Doce pasa por alto en su, por lo demás, atinado prólogo. Hay otros, que ponen algunas sombras en la figura de Ángel Crespo, polímata y polígrafo, que lo mismo se interesaba por los grandes nombres de la cultura occidental, como Dante, Petrarca o Pessoa, que por los casi invisibles que escribían en lenguas tan minoritarias como el aragonés o el friulano.

 Humano, demasiado humano, se nos muestra Ángel Crespo en estas páginas confidenciales, para bien unas veces, como cuando nos refiere sus descubrimientos gastronómicos, su gusto por la vida. En otras, no sale tan bien parado: considera «abyectos» a quienes siguen, sin entenderla del todo (la mayor parte del planeta), la civilización europea; muestra demasiado a las claras su vanidad herida o los tejemanejes en favor de la propia gloria.

 Pero aparte de estas sombras, que no añaden ni quitan nada a la valía del autor, queda, para goce y disfrute, lo que el diario tiene de libro de viajes, por Venecia principalmente, pero también por otras ciudades de Italia. Y el apéndice, «Plata en la laguna»», que reúne todos sus poemas venecianos: «La ciudad ya no es / sino acuarela de sí misma, / y vamos / como dos pinceladas / que no encontrasen sitio entre la niebla».

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