El caso Flagstad: acoso y cancelación de una diva

Pablo J. Vayón/ Diario de Sevilla, 3 de marzo de 2024

En Hamar, su villa natal, una ciudad de poco más de 30.000 habitantes situada en la orilla oriental del lago Mjøsa, el mayor de Noruega, existe desde 1985 un museo dedicado a Kirsten Flagstad (1895-1962), la más importante cantante noruega de la historia, pero la relación de la artista con su país no fue siempre sencilla. Ingeborg Solbrekken había tratado ya su caso en trabajos anteriores aparecidos en las dos últimas décadas, y en 2021 amplió su mirada con la publicación de una biografía que ahora edita en castellano Fórcola. Merced a un exhaustivo trabajo de investigación en los archivos oficiales de Noruega, Solbrekken penetra hasta los más nimios detalles de un caso aleccionador, analizando las circunstancias que condujeron al acoso sufrido por la soprano durante años tanto en Noruega como en Estados Unidos.

Hija de una pianista a la que siempre sintió distante, Kirsten Flagstad carecía de la ambición de su madre, y por eso cuando en 1920, con 24 años, da a luz a una niña sólo piensa en quedarse en casa, cuidar de su hija y hacer feliz a su marido. Pero las cosas no van bien, termina separándose de su esposo y cantando en funciones de opereta, en las que a menudo tenía también que bailar ligera de ropa. En 1926, el Teatro Casino de Oslo decide por sorpresa programar algo más serio y escoge el Fausto de Gounod. La Margarita de Flagstad es un triunfo que sobrepasa fronteras y en 1928 es contratada por una compañía de Gotemburgo, que solía ofrecer cuatro grandes títulos de ópera por temporada: debutó en otoño de aquel año con El cazador furtivo de Weber causando auténtico pasmo entre el público y la crítica.

De un día para otro la cantante se hace famosa. Aida y Tosca asentaron su reputación, y cuando incluyó fragmentos de Wagner en algunos conciertos con orquesta, su futuro artístico pareció quedar sellado. En 1929 el Teatro Nacional de Oslo le ofrece un Lohengrin que causó sensación (diecinueve salidas a saludar). Conoce entonces al que será su segundo marido, Henry Johansen, un magnate de la madera, viudo y padre de cuatro hijos, que le garantiza una vida cómoda. Se casan en el verano de 1930 y ella vuelve a pensar en la retirada. Acababa de cumplir 35 años.

Sin embargo, el destino le tenía preparado un camino bien distinto. La mujer tímida y chapada a la antigua, que se distraía haciendo solitarios de naipes, se prepara Isolda en seis semanas para una función que le piden en Oslo. La repercusión es tal que enseguida le ofrecen una audición para Bayreuth, donde debuta en 1933 con una  de Beethoven, la llaman de Bruselas para cantar Sieglinde, vuelve a Bayreuth en el 34 para mayores empeños y en enero de 1935 desembarca en Nueva York para convertirse en la gran wagneriana de su tiempo, primero del Metropolitan y después del mundo entero.

Son años de una actividad frenética, que la llevan continuamente de América a Europa en todos los roles relevantes de Wagner: BrunildaElsaElisabeth y, sobre todo, Isolda, el rol que la marca absolutamente y que cantará 188 veces en escena entre 1932 y 1954.

Pero se interpone la guerraJohansen se ha afiliado en 1933 a la Unión Nacional, el partido ultraderechista de Vidkun Quisling, quien cuando Noruega es atacada por la Alemania hitleriana en abril de 1940, da un golpe de estado y encabeza un gobierno títere supervisado por los invasores. Flagstad tuvo que cancelar su previsto viaje de Nueva York a Noruega de aquel mes y se refugió en el trabajo. Pasan los meses, su marido se impacienta y le pide encarecidamente que regrese: la diva lo hará (vía Lisboa-Madrid-Barcelona-París-Berlín-Estocomo) en abril de 1941.

Empieza entonces una historia que parece sacada del guion de una película actual de temática woke. Un diplomático noruego, convertido en embajador en Washington, que había sido desairado varias veces por la cantante, reacia a participar en sus recepciones, y a través de él diversos ministerios del país, con el apoyo de sectores de la prensa amarillista tanto en Noruega como en Estados Unidos, montaron una campaña de desprestigio de la artista, que se encarnizó al terminar la guerra y alcanzó el culmen de los desatinos cuando la policía noruega utilizó a dos antiguos agentes de la Gestapo para difundir la existencia de un (absolutamente ilusorio) entramado económico antipatriótico que habría dirigido Johansen (quien en 1941 no sólo había abandonado el partido sino que, sin dejar de hacer negocios con los alemanes, empezó a financiar a diversas organizaciones de la resistencia) y en el que Flagstad habría participado.

En este punto la información de Solbrekken se vuelve minuciosa: cada telegrama, cada nota confidencial, cada reunión confirmada y con huella en los archivos es colocada en su sitio para desvelar la montaña de mentiras, tergiversaciones y falsificaciones con las que Flagstad fue primero obligada a permanecer en Noruega hasta 1946, todas sus propiedades ilegalmente bloquedas hasta 1950 y sometida a un acoso brutal en cada una de sus actuaciones americanas, pues la cantante decidió no rendirse y luchó por recuperar su carreraJohansen había sido encarcelado tras la guerra y murió poco después en un hospital. Aún en 1953, el rey Haakon se negó a inaugurar el Festival de Bergen si tenía que ser en su presencia, y por ello sus recitales se programaron para el segundo y el tercer día del certamen. Una humillación que se quiso reparar –tarde y mal– cuando en 1958 fue nombrada directora de la nueva Ópera Nacional de Noruega, puesto que hubo de abandonar en enero de 1960, agostada por la enfermedad.

Sus pecados para tanto sufrimiento: una mezcla de ingenuidadfalta de formación intelectual y notoria incapacidad para entender los entresijos de la política y la diplomacia internacionales. Eso es al menos lo que se trasluce de toda la documentación que Solbrekken aporta para este ilustrativo estudio.

El editor Javier Jiménez completa la obra con un trabajo soberbio de anotación y añadido de archivos contextualizadores de audio y vídeo.

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